Tián
19 de octubre (10:05)


—…¿Qué?

—Que tienes un hijo.

—…¿Qué?

—¿Otra vez?

—¿Có… ¿Cómo?...

—Pues con cabeza, brazos, piernas y ojos achinados.

—Qué… ¿Qué co… ¿Qué COÑO significa eso, Ricky?...

—Como un adulto, Tián, pero en pequeño.

—¿Estás de coña?...

—No. Se llama Katsuhiro, tiene ocho años y vive en Japón.

Ay joder…

Tián salió al balcón y le gritó al mundo algo que Ricky no alcanzó a oír.

¿Un qué?... ¿Hi-qué?... ¡¿Hi?!... ¡¿Jo?!... ¡¿Jo?!... ¡Jo… DER!

A veces pasaba horas enteras en aquel balcón con filigranas modernistas en plata y ocre al que acostumbraba a salir varias veces al día para fumar tranquilamente sus minidavidoff que sólo podía encender con cerillas (¡nada de mecheros!), razón por la que siempre llevaba encima alguna de esas cajetillas de cerillas de propaganda de hoteles y restaurantes. Asomado a su baranda Tián alcanzaba a ver La Casa Batlló, y sólo un poco más allá La Pedrera (tal vez una de las pocas cosas que haya hecho bien el hombre), cosa que acostumbraba a hacer sentado en su viejo sillón chester (incapaz ya de retener los muelles en su interior pero que nunca desecharía) con un cenicero entre las rodillas llenando de humo las mañanas, horas enteras (si no hacía demasiado frío) contemplando la calle por donde desfilaban todo tipo de personajes: Ejecutivos estresados y hippies desestresados, ciclistas con prisa y carteristas con más prisa aún, turistas (japoneses, chinos, americanos, alemanes, franceses, italianos y más chinos o más japoneses porque… «quién coño los distingue») y sobretodo niños y niñas que su imaginación transformaba en pájaros carpintero, zorros rojos, liebres veloces o castores perezosos. Podía pasarse las horas allí y no escribir nada en absoluto, no pasar de una página, un párrafo, una frase… o terminar un cuento de la mañana a la noche en un día de especial inspiración (lo que iba necesariamente ligado al hecho de tener que levantarse varias veces para ir a la nevera a buscar un redbul sin azúcar o poner su nespreso a prueba con varios ristrettos durante las horas que dedicaba al cuento en cuestión).

Desde aquel balcón que miraba al mundo en el que vivía Tián habían surgido cientos de cuentos para niños y niñas de un mundo en el que Tián, realmente, quisiera vivir.

Joder…

Joder…

Joder…

¡Mierda!

Entonces se asomó adentro y miró a Ricky con el ceño más fruncido que fue capaz de lograr.

—Has dicho «hijo»... ¿Verdad?...

A modo de respuesta Ricky tan sólo arqueó una ceja, y Tián regresó afuera y volvió a gritarle al mundo algo ininteligible.

A veces pasaba horas enteras en aquel balcón. Su estudio se encontraba en la última planta de aquel edificio de principios del siglo pasado en el Paseo de Gracia de Barcelona (tan sólo unas pocas calles antes de llegar a la Plaza Cataluña) y su vista le tranquilizaba y le ayudaba a pensar, porque era, decía, como encontrarse en la cima del mundo en el que le había tocado vivir. Pero aquel estudio de casi quinientos metros cuadrados, más que un lugar en el que poder recibir a editores y representantes de prensa (por no mencionar su fiesta sorpresa de los cuarenta que Paula le organizó aquel día aún a sabiendas de que la crisis de los cuarenta ya la venía sufriendo desde los treinta y siete), era para Tián más bien un refugio, o como él lo llamaba, su particular templo zen que utilizaba para escapar de un mundo del que decía no formar parte.

Por fin entró.

«Un hijo...» se dijo mientras arrastraba lentamente los pies hacia su escritorio con los ojos clavados en el suelo, remolcando con gran esfuerzo su alma.

Un hijo... Joder…

Y en su rostro, Ricky (que no se había movido de donde estaba desde que Tián saliese al balcón a gritar sandeces, la primera vez) adivinó cierta aceptación, como el que descubre que se está quedando calvo y finalmente ¡por narices! se hace a la idea, aunque vaya a pasarse los próximos cuarenta años poniéndose porquerías en la cabeza.

Entonces Tián sentía un calor bochornoso que ascendía desde su abdomen y que escapaba de su cuerpo igual que si fuese una chimenea, y pensó que si seguía así perdería todo el calor del cuerpo y acabaría helado («o dicho de otra forma» comprendió de repente «…estoy acojonado»).

Un hijo...

…Y con este último pensamiento se sentó por fin en su poltrona detrás de su escritorio y suspiró con desazón, clavando las manos en los brazos de su sillón como si éste fuera una cápsula entrando en órbita y Tián el pobre desgraciado que lleva dentro a punto de sufrir un colapso.

—…Joder —consiguió articular finalmente.

—Sí. Joder. A tu público le va encantar —le dijo Ricky entonces con media sonrisa a medio camino entre «te jodes» y «lo siento»— Piénsalo: Sebastián Díez, el conocido escritor de cuentos y amante de los niños… Tiene. Un. Hijo.

—A mí no me gustan los niños, Ricky.

—Pues en La contra de La Vanguardia mentiste como un bellaco.

Tián puso los ojos en blanco y suspiró.

…Eso es cierto.

—Ricky… ¿Qué significa?... ¿Qué significa?... Dímelo, qué significa…

—¿Qué coño va a significar, Tián?… Significa que eres padre.

—No. Su nombre. Qué significa su nombre. Cat… Cat… ¿Cómo has dicho?...

—Katsuhiro, Tián. Se llama Katsuhiro. Y que yo sepa no significa nada.

—Claro que significa algo, joder. Tiene que significar algo. ¡Todos los nombres chinos significan algo! Niño del sol naciente, o dragón de las narices, o panda gilipollas…

—Es japonés Tián, no es chino. Y, que yo sepa (de nuevo) su nombre no significa nada. Lo ÚNICO que tiene significado aquí es que eres padre, Tián, padre…

…¡Padre!

De repente descubrió que aquella palabra se le atragantaba y que era incapaz de pronunciarla sin ponerse a toser.

Pa… aaagh…

¡Coño!

En aquel ático Tián escribía cuentos. Aunque hacía tiempo había ganado importantes premios literarios y gozaba de un público numeroso y fiel que acudía a las librerías en masa cada vez que terminaba un nuevo libro, hacía tiempo también decidió que ya sólo escribiría para los niños «…porque son las únicas personas en el mundo que de verdad son inocentes». Pero aquello no significaba (y de esto estaba bastante seguro) que tuvieran que gustarle los niños, igual que no eran ni asesinos ni espías ni agentes dobles aquellos que escribían suspense, ni sencillamente gilipollas, pensaba, quienes escribían ciencia ficción.

Pa… aaagh… ¡Joder! ¡¿Pa…dre?!…

—¿Cómo es posible?...

—Bueno... —en este punto Ricky pensó que tal vez (taaal vez) Tián necesitase algo de ayuda para acabar de asimilar la noticia— Supongo que conociste a una japonesa, te enamoraste, o no, le contaste alguna mentira, después de eso te acostaste con ella...

—Eso ya lo sé.

—...

—Y su madre… —se le ocurrió entonces.

—No —pronunció Ricky, y después de eso negó con la cabeza.

Joder…

¿Ahora qué?...

—Tendrás que ir a buscarlo —pronunció Ricky de repente igual que si fuese capaz de leerle el pensamiento.

—¡Joder!... Acabas de leerme la mente —admitió Tián.

—Pues deja que te la lea otra vez —se ofreció Ricky enseguida, y repitió— Tendrás. Que ir. A buscarlo… Porque dudo mucho que ahora mismo puedas pensar en cualquier otra cosa.

—Estás de coña —admitió Tián de nuevo; y por si no lo hubiese dejado suficientemente claro aún, añadió:— De. Coña.

Que Ricardo (Ricky, su agente) casi disfrutase dándole la noticia, que después de eso se mofase de él y le dijese que era un capullo que llevaba demasiado tiempo pensando únicamente con la punta del capullo («valga la redundancia» decía después) era en parte normal,… dado que además de ser quien trataba todos sus temas legales (o no) con las editoriales, era también su mejor amigo. Hacía tiempo que de ello Tián aprendió una cosa: nunca (nunca, nunca, nuca) te vayas de copas con tu representante. Porque como suele ocurrir (y sobre todo después de unas cuantas resacas juntos; pues Ricky además de agente literario, y muy bueno por cierto, también era, decía Tián, «un maldito borracho») se crean esa clase de vínculos, y si por algún casual cualquier día te sale un hijo bastardo, el muy cab*** (tu representante, no tu hijo) aprovechará la primera ocasión que tenga para tocarte bien las pelotas.

—Y bien… ¿Qué piensas hacer? —Ricky (otra vez).

—Que qué pienso hacer...

—Sí. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a ir a buscarlo?...

—Pensaba que se te había ido la pinza, Ricky —atacó Tián entonces— Pero no. Lo que pasa es que no ha vuelto desde la última vez que se te fue. ¡Vamos, Ricky, no me jodas! ¡¿Quieres?!...

—Tienes un hijo, Tián.

En aquel instante Ricky se apoyó con ambas manos sobre su escritorio con aquella expresión de poli bueno poli malo que utilizaba en todas sus reuniones y que tan buenos resultados le daba; con Tián a veces lo hacía en broma (sobre todo después de unas cervezas juntos), pero aquel día no era el caso.

Ricky tenía cuatro hijos (los cuatro niños, un encanto de niños) y Tián y Paula siempre les llevaban algún regalo cuando él y Cris los invitaban a cenar a su casa.

…¿Debería haber tenido eso en cuenta?

Pues sí.

No debería haber pasado por alto algo así.

Pues no.

¡Mierda!

—Tián…

—Qué.

Ya sabía el qué… Pues que tenía que llegar el día en que el destino, el azar y la mala leche, finalmente, aunasen fuerzas y se la devolviesen, porque ocurre cuando juegas demasiado con estos tres y con tantísimo cinismo.

—Tienes un hijo, Tián —otra vez…

Entonces trató de asimilar cada una de las últimas cuatro palabras de su amigo.

Tienes: De repente algo que no sabía que era suyo, era suyo.

Un: Pero podría ser peor, porque «un» podría haber sido «dos» o «tres»… o hasta «cuatro». «Un» estaba bien, le gustaba «un»

Hijo: ¡Coño!

Tián: Ésta última implicaba que las tres anteriores le afectaban directamente.

Trató de asimilar cada una de las últimas cuatro palabras de Ricky.

No lo consiguió.

Coño…

Pero algo tendría que decir, porque en aquellos momentos Ricky lo miraba exactamente como lo hizo su padre aquel día de aquel verano en que metió su coche en la piscina de los abuelos.

¿Abuelos?...

—...Y que seguramente tendrá unos abuelos maravillosos —se le ocurrió de repente— O tíos, o tioabuelos de esos que llevan sombreros de paja y que saben un huevo de kunfú... ¿No?...

«¿No?...» no era una pregunta, sino más bien un ruego.

—Tián... —la forma en que dijo «Tián» esta vez fue como si clamase al cielo— Tienes. Un. Hijo —y otra…

Y dale…

—Oye, Ricky, joder… —y se llevó la mano a la sien y se la frotó como si de esa forma fuera a conseguir que de ahí saliese el genio que le diese todas las respuestas— Ricky, no puedes venir aquí y soltarme algo… así… de golpe. ¡Ala!... ¡Joder, Ricky, no puedes hacerme padre de repente!

—¡Ei! ¡Echa el freno, tío! —saltó también su agente— ¡Que yo no te he hecho padre!

—¡Claro que lo has hecho! ¡Sí! Sí… desde un punto de vista hipotético… y cabrón.

—¿Un punto de vista… cabrón? —se maravilló Ricky a quien casi se le escapa la risa en esta ocasión.

—Sí. Un punto de vista MUY cabrón.

—¿Ah, sí? Pues es curioso porque no recuerdo haberme ido contigo a la cama, Tián. ¡Ni haber engordado veinte kilos ni mucho menos haberme abierto de patas sobre la camilla de un hospital!

—¡Venga, Ricky, coño! ¡Un padre tiene nueve meses para ir haciéndose a la idea! ¡Yo soy padre desde que has entrado por esa puerta! —dijo señalando la puerta con gesto acusatorio, como si fuese el asesino del sheriff de una novela de Agatha Christie.

—No, Tián, te equivocas... —le dijo Ricky esta vez como si le hablase a un niño— No eres padre desde que he entrado por esa puerta —la señaló también— Eres padre… desde hace ocho condenados años.

—Oh… Mierda…

—Sí. Oh. Mierda —le dio la razón— Y ¿bien?...

—Y bien… ¿qué?...

—Y bien… que qué vas a hacer, porque no tiene tíos que sepan kunfú.

—¿Y que no sepan?...

Ricky se dijo que aquella era la pregunta retórica más absurda que jamás había oído, pero aún así se la contestó:

—No. Tampoco.

—¡Mierda!... Oye, Ricky, mañana salgo para Colonia ¿Podemos dejarlo para cuando haya vuelto? ¿Por favor?... Joder —¡joder, sí!— Déjame al menos un poco de tiempo para asimilarlo.

Tengo un hijo.

¡Joder!

Tián, tienes un hijo.

Joder. Peor…

—No tiene a nadie, Tián...

—Qué…

—Que tan sólo te tiene a ti.

Entonces Tián se lo quedó mirando durante lo que le pareció más que tan sólo un segundo (o por lo menos, se dijo, durante un segundo condenadamente largo, ya que como él decía «no todos los segundos duran sólo un segundo») y se dijo que siempre conseguía arrancarle esa expresión de la cara (por lo menos un par de veces todos los meses), esa expresión de chico en prácticas sorprendido porque la destructora de documentos de la oficina se ha atascado porque le ha metido un taco ASÍ de documentos que ni siquiera hacía falta triturar.

—¿Cuánto hace que sabes eso?...

En ese instante Ricky se llevó las manos a los bolsillos y le dijo:

—Te recuerdo que llevas más de una semana fuera.

Y como de verdad, se dijo, se sentía como un chico en prácticas sorprendido porque la destructora de documentos de la oficina se ha atascado porque le ha metido un taco ASÍ de documentos que ni siquiera hacía falta triturar y, además, Ricky tenía razón,... no hizo otra cosa que devolverle la mirada y decirle:

—Ricky… Eres un capullo. ¿Lo sabías?... —claro que lo sabía.


Martí
19 de octubre (16:25)


Éste era uno de esos bares (en las ramblas de Barcelona) al que la gente que acude a tomarse un cortado, una birra o un anisito… en realidad no quiere ni café, ni cerveza ni anís, porque cada vez hay más gente que se cita para tomarse un café y encenderse un cigarrillo simplemente porque en algún sitio habrá que verse. Y es en bares como éste («en aquest espai es permet fumar») en los que se decide quién gana las elecciones todos los años, si la Mariana se acostó con el penas (aunque nunca llegaron a conocerse) y cuál va a ser la canción del verano.

Éste era especialmente antiguo: con fotos en blanco y negro del aspecto que tenía en tiempos de la posguerra, techos de vuelta catalana, baldosines con cenefas en el suelo y en una esquina un viejo con una boina tipo martínez-soria tocando la guitarra.

Martí entró y cerró la puerta tras él, barrió el local con la mirada y (sinceramente) no le costó nada identificarlos.

Suspiró y se dirigió hacia ellos…

…Y es que no hace falta ponerse un chaquetón azul marino que te llegue hasta casi rozar los dedos de los pies, zapatos de esos tan relucientes que en un día de sol te dejan ciego si los miras fijamente y… «¡cázpita!» ¡gafas oscuras!... Pero… QUÉ problema (se preguntaba Martí a menudo) tenía todo el mundo con lo de las gafas oscuras siempre que se citaban con él.

Cuando llegó hasta ellos, sin preámbulos ni tonterías, corrió una silla y se sentó enfrente de ambos (sobre la mesa: dos cortados, un cenicero de barro a rebosar de ceniza y servilletas de papel «gràcies per la seva visita») y aguardó unos instantes antes de empezar a hablar. Enfrente suyo y a su derecha un hombre de unos ochenta años con aspecto de gozar de muy buena salud, con algunas manchas en la piel y una frondosa melena blanca que seguramente no permitía ponerse el casco de una moto; rólex de oro, pulseras de oro y un diente de oro que vislumbró cuando igual que si fuera un lobo de repente le enseñó los dientes. El otro (enfrente suyo y a su izquierda) tendría, dilucidó Martí, treinta y tantos, y a diferencia del que a todas luces era su jefe seguramente su sueldo no le daba para un rólex, pero sí para un notifixis de plata satinado, volver a llevar al sastre el traje que se compró para su primera puesta de largo, una corbata de la semana fantástica del cortinglés y para estirar la misma camisa (dándole al roll-on) durante al menos tres días seguidos.

Martí tenía claro con cuál de los dos tenía que hablar, así que se dirigió al hombre del rólex y pronunció:

—¿Zeñor… —dejando su pregunta suspendida entre el aire y el humo del tabaco que llenaba el lugar.

—Discúlpeme, pero no puedo darle mi nombre —dejó claro de inmediato el hombre de la frondosa melena con un grave tono de voz y una advertencia implícita acompañando cada una de sus palabras.

—Comprendo —asintió Martí— ¿Puede, no obztante, darme un nombre, el que… zea?... Zi voy a trabajar para uzté tendré que dirigirme a uzté de alguna manera.

—No —respondió aquel con rotundidad— No creo que nuestra relación vaya a prolongarse mucho. Llámeme como quiera.

Martí hizo un gesto de negación con la cabeza al tiempo que metía la mano en el bolsillo interior de su americana. Entonces el hombre del notifixis se estremeció, hasta que Martí sacó sus cigarrillos, un mechero y una sonrisa socarrona que traía escrito a letra por diente «¡vaya zuzto!… ¡¿eh?!…».

Pero lo dejó estar y volvió al otro, al del rólex, pues estaba claro que era aquél el que cortaba el bacalao:

—No puedo llamarle «como quiera» Ezo… Ez… Ridículo —le dijo Martí al tiempo que se llevaba un cigarrillo a la boca, lo besaba y lo encendía con sumo cuidado— Buenaz tardez «como quiera». El trabajo eztá hecho «como quiera». Ezte ez mi número de cuenta «como quiera»… Ridículo —se ratificó, y después de eso dio una calada.

—¿Me está vacilando?... —le preguntó su cliente entonces, incrédulo, llevando sus pobladas cejas blancas casi hasta la raíz de su melena de león albino— ¿Cree que soy idiota?...

—Lo ziento, eze nombre tampoco vale —otra calada, una cortina de humo, una mirada rasgada…— ¡Vamoz hombre! ¡Ezta ez zu oportunidad de zer quien uzté quiera! —sonrió divertido— ¿Quién le apeteze zer?... ¿Eztalone?... —y se cuadró— ¿Mezi?... ¿Julio Igleziaz?... —y abrió bien los ojos— ¡¿Quién?!...

—El puto oso yogui… ¡Joder! —sentenció por fin el oso yogui con una ruidosa palmada sobre la mesa que hizo que el viejo que tocaba la guitarra perdiese un par de acordes.

—¿En zerio?...

—Sí. En serio.

—Vaya… —exclamó Martí escupiendo humo por la nariz— Ezta ez la primera vez que tengo a un dibujo animado como cliente. ¿Ezo?… —y entonces desvió la mirada al otro (el del notifixis) quien aún no había abierto la boca— Ezo quiere dezir que uzté ez… ¿Bubú?…

—Por ejemplo... Sí… —dijo por todo decir bubú.

¡Lechez!

—Vayamos al grano. Señores. Por favor… —pronunció entonces, solicito, el oso yogui— No tenemos mucho tiempo. Me están esperando —y dicho esto sacó una fotografía de un bolsillo interior de su largo chaquetón, después un sobre, y plantó ambos sobre la mesa enfrente de Martí.

Martí contempló la fotografía con detenimiento, como si tratase de reconocer en quien aparecía en ella algún rasgo que le dijera de quién se trataba, pero sólo se trataba de un japonés con traje y corbata con cara de haberse chupado un limón.

—¿Ez «ÉL»?... —les preguntó al cabo.

—Claro que es «ÉL» —pronunció el oso yogui, y dudó un instante… hasta que decidió preguntarle, al cabo:— ¿Para qué?… Joder… ¿Para qué coño iba a enseñarle una fotografía de otro hombre que no fuera... «ÉL»?...

—Podría zer zu padre… —alegó Martí de inmediato— Zu hermano… —arqueó una ceja— O zu tío.

—Y… —titubeó de nuevo el oso yogui— ¿Para qué iba a darle una fotografía de su padre, de su hermano o de su tío?...

—Tal vez quizieze que primero liquidaze a zu padre,… a zu hermano… —y arqueó de nuevo una ceja— O a zu tío —apuntó.

—No —dijo esta vez con determinación el oso yogui— No quiero que liquide ni a su padre, ni a su hermano, ni tampoco a su tío… Sólo a «ÉL»…

—Entoncez… —dilucidó Martí— Ez «ÉL»

—Sí… —corroboró el oso yogui— Sí, joder, sí… Es «ÉL»

—Bien.

—Bien…

—Y, cómo lo reconozeré… —preguntó Martí a continuación.

—Acabo de darle una fotografía suya…

—No me faztidie, ¿vale? —lo señaló Martí en tanto que apagaba la colilla de su cigarrillo entre la ceniza del cenicero en el centro de la mesa y se llevaba otro a los labios, lo encendía, de nuevo con sumo cuidado (como si realmente existiese una técnica para algo así) y añadía…— Todoz loz japonezez ze parezen una barbaridad.

—Bu… Bueno... —intervino entonces bubú inesperadamente para los otros dos— Éste, éste japonés… —apuntó— Éste concretamente… Tiene una verruga, aquí… —señaló con el dedo sobre la fotografía— Aquí… ¿La ve?… Aquí.

—Vaya… ¿Ezo ez una verruga?... —inquirió Martí nuevamente mientras el humo de la primera calada de su segundo cigarrillo le salía por la nariz, al tiempo que intentaba limpiar con las yemas de los dedos lo que había pensado que podría ser una fea mancha de a saber qué sobre la fotografía.

—Sí… —afirmó bubú— Sí.

—¡Recórcholiz! —no pudo evitar opinar Martí— ¡Menudo verrugón!

—Sí… Recorcho…eso… Sí… Menudo verrugón —le dio la razón bubú.

—¿Tieeene alguna otra duda? —solicitó impaciente entonces el oso yogui.

—Zí —continuó Martí— ¿Cómo quiere que lo haga?

—Que cómo quiero que lo haga…

—Zí. ¿Cómo quiere que lo haga?

—Y… ¿Qué coño más da eso?…

—Claro que da —les explicó Martí, y dio una calada— ¿Quieren que parezca un azzidente?... —otra calada— ¿Qué la gente zepa que lo han matado?... —y otra calada más— Qué… Cómo… —les pidió, y un telón de humo ascendió desde las comisuras de sus labios ocultándole por un segundo el rostro.

—Quiero que se cargue a ese tío… —le dijo el oso yogui entonces quien parecía que empezaba a perder la paciencia— Y me da igual cómo COÑO lo haga.

—No. No da igual —insistió Martí a este respecto, y expulsó de nuevo el humo por la nariz— Zi ze eztuviera conztruyendo una caza… ¡En zerio!… Zi ze eztuviera conztruyendo una caza… ¿Uzted le diría a zu arquitecto que le da igual cómo ze la haga?... —y entonces arqueó las cejas, como si esperase una respuesta que en realidad no esperaba, y antes de que ninguno de los dos tuviese tiempo de responder a esto… continuó— Zi ze encarga un coche… ¿Le daría igual el color y loz extraz que le pongan?... —realmente aquél era un punto al que Martí siempre daba importancia— En zerio ¿Le daría igual?... ¿Y zi ze lo entregan de color roza y zin elevalunaz eléctrico? ¿De verdad le daría lo mizmo?...

—¡PÉGUELE UN TIRO! —lo interrumpió de repente el oso yogui dando otra fuerte palmada sobre la mesa— ¡Joder!...

Y el viejo de la guitarra perdió otro acorde, y los observó un instante antes de recordar que en bares como aquel no se observa a nadie.

—¡Oiga, no haze falta dezir tantoz tacoz! —lo señaló Martí con los dedos con que sostenía el cigarro y el humo representando formas grises en movimiento entre los dos— ¡Caray!... Penzaba que loz hombrez de zu edad no dezían tacoz…

—¿Me está llamando viejo... —afirmó-preguntó al mismo tiempo el oso yogui.

—Entrado en añoz —aclaró Martí.

—Bien.

—Bien.

—…Bien —añadió bubú.

—¿Quiere que le pegue un tiro en la cabeza?... —inquirió Martí, para terminar— ¿En la nuca? ¿En el pecho?... Dónde…

—¡En los cojones!

—…¡¿En loz cojonez?! —repitió Martí completamente anonadado esta vez mientras escupía el humo de su última calada acompañado por su exhalación de asombro— ¡¿En loz cojonez?! ¡¿En zerio?!… —otra vez— Qué curiozo

—apuntó finalmente mientras apagaba la colilla de su último cigarrillo de aquella mañana.

Por un momento el oso yogui se recordó que estaba tratando con un asesino, un asesino que lo estaba sacando de quicio, sí, pero un asesino a fin de cuentas («un tío que lleva una pipa y que mata gente»), por lo que se dijo que tal vez debería disculparse, así que cambió de tono y le dijo…:

—Sí… Primero en los cojones,... y luego en la cabeza. En ese sobre… —añadió de repente (antes de que Martí tuviera tiempo de interpelar con cualquier otra absurda pregunta), y entonces señaló el sobre encima de la mesa que había sacado junto con la fotografía de uno de los bolsillos de su chaquetón, queriendo así correr un (es)tupido velo delante de su reciente «en los cojones» dirigido a un «tío que lleva una pipa y que mata gente»— En ese sobre… Ahí… Ahí tiene todo lo que necesita saber.

—Bien. Eztá bien —terminó Martí algo fascinado por aquella petición (¡primero en loz cojonez y luego en la cabeza!), pues en toda su carrera como profesional jamás le habían pedido nada parecido (y eso, se dijo, que había atendido a peticiones realmente fuera de lo común).

Así las cosas Martí recogió la foto sobre la mesa, después el sobre, se guardó ambos en el bolsillo interior de su americana, se puso en pie y se dispuso a marcharse.

—Recibirá el resto cuando hablen de nuestro hombre en los periódicos —terminó deseando terminar (¡por favor!) el oso yogui.

—Zeñorez… —se despidió de ellos con un gesto de asentimiento, y sin más dilación abandonó el lugar al compás de las cuerdas de una guitarra de un viejo que ya no mira a nadie.

.

.

.

—¿De dónde COÑO has sacado tú a ese idiota?… —le preguntó al cabo de un buen rato el oso yogui a bubú.

—Dicen… Dicen que es el mejor —argumentó (aunque con serias dudas entonces) bubú.

—¿¡Ah, sí?! Y quién coño lo dice… —inquirió de nuevo el oso yogui— ¿Su padre, su hermano o su tío?... —y un largo mechón blanco de su frondosa mata de pelo le calló sobre la frente, le temblaban las manos— ¡Joder!


Tián
21 de octubre (20:05)


A Tián no le gustaba el wratsburg, detestaba el wratsburg y todo lo que terminaba en «…burg» ¡Y la cerveza le hinchaba la barriga como un globo y le provocaba aerofagia! Pero parecía que en Colonia sólo servían salchichas y cerveza en todas partes.

Llevo dos días en Alemania y ya estoy hasta los huevos de Alemania.

En su hotel, en la Wallrafplatz, le contaron que durante la segunda guerra mundial la Dom (la catedral de Colonia, la cual Tián contempló pensando de ésta que no era si no «otra iglesia más») fue enteramente cubierta por sacos de arena para protegerla de los bombardeos (quien le soltó semejante alarde de conocimiento de la historia de Alemania en tiempos de la guerra parecía fascinado, Tián… no; así que recogió sus maletas, se apiadó de él por parecerle, tal cual le dijo, «un pringao», y lo dejó ahí). Aquel día el cielo vestía de gris y de tanto en tanto dejaba caer cuatro gotas moteando las calles y aceras de la ciudad engalanándola con pequeños topos de su mismo tono grisáceo, hacía un frío de narices y había mimos («mimos gilipollas» como a menudo se refería a ellos) en todas las esquinas que cruzaba; mimos gilipollas de esos que te cortan el paso, con la boca así «O» igual que si estuvieran flipados por a saber qué y que hacen como si tuvieran un cristal delante suyo, algo que a Tián sacaba especialmente de quicio [por lo que sin ningún cuidado («¡pero si no hay ningún cristal, joder!...» pensaba Tián cuando de repente el mimo pasaba de «O» a «O») él atravesaba su cristal imaginario y seguía su camino].

Llevo dos días en Alemania y ya estoy hasta los huevos de Alemania.

…Y se refugió el resto del día en la habitación de su hotel.

Lo único que lo sacó de su ensimismamiento aquella tarde, mientras permanecía tumbado sobre la cama del hotel observando anonadado el techo, fue la cancioncita de las pelotas (como siempre se refería a ésta, y no es que ésta hablase de pelotas, ni se trataba tampoco de ningún himno de ningún equipo de fútbol; a Tián no le gustaba el fútbol, ningún deporte de echo). La cancioncita de las pelotas sonaba siempre que lo llaman al móvil, esa absurda melodía que el pocasluces de el Miralles (en lo que éste creyó un derroche de agudeza y originalidad) le pasó durante la última reunión de antiguos alumnos a la que Tián acudió sólo para vanagloriarse de sus éxitos con los fracasados (además de gilipuertas) de sus ex compañeros; la cancioncita de las pelotas que ahora no había manera de eliminar de su teléfono.

Así que se incorporó, lentamente, ladró «¡puta melodía!», se levantó, cogió el teléfono y contestó:

—Sí.

—¿Tián?...

—Hola, Paula, guapísima. ¿Por qué no me has llamado hasta ahora?...

—¿Por qué no me has llamado tú?...

—No he podido —porque no había podido, claro.

—Pues yo tampoco he podido. Y te acabo de llamar, ¿no?... Ahora.

—Ya, pero «ahora» Y… ¿Antes de «ahora»?...

—Dejémoslo.

—Dejémoslo.

—¿Qué tal tu vuelo?...

—Un asco.

—¿Por qué será que viniendo de ti no me extraña? Y ¿la reunión?...

—Otro asco.

—¿Qué ha pasado?...

—Quieren cambiarle los nombres a mis personajes.

—Y... ¿Qué más da?...

—Paula, cariño… ¡Claro que da! Son mis personajes. ¿Qué derecho tienen ellos a cambiarles los nombres?...

—Bueno, ellos son los editores ¿no? Y tengo entendido, según me ha contado un escritor guapísimo que vive conmigo, que son una editorial muy, muy, muy importante.

—Sí, Paula, son los editores, pero eso no les da derecho.

Paula reía al otro lado de la línea.

¿Por qué será que me soporta?...

Ella reía y Tián suspiraba porque ella reía.

—No pienso discutir contigo por algo así.

—No. Claro que no.

—¿Cuándo vuelves?...

—Mañana. A las tres y cuarto. ¿Vendrás a recogerme?...

—Mañana estaré reunida todo el día. Creo que ya te lo dije...

—Sí, sí,… joder… Es verdad, lo había olvidado. Con los del bufete, ya… —la interrumpió— Me acuerdo, sí —entonces su móvil vibró y miró la pantalla: Ricky— Oye Paula cariño te llamo luego, ¿vale?... Me está llamando Ricky para lo de los alemanes estos...

—Claro. Ya hablamos luego. Un beso. Te quiero.

—Te quiero.

...

—¿Ricky?...

—Tián... Dime, ¿cómo ha ido la reunión?...

—Un asco.

—¿Por qué será que viniendo de ti no me extraña?...

—¡Joder!… Paula me ha dicho lo mismo. Oye… ¿No estarás liado con ella, o algo así?...

—¿Por qué no te vas a la mierda, o algo así?

—Claro. En cuanto vuelva a Barcelona.

—Cuéntame lo de la reunión...

—Quieren cambiarle los nombres a mis personajes.

—¿Y?...

—¿Cómo que «y»?...

—Tián, Tío... No seas capullo, ¿quieres?... Qué coño más da...

—Quieren llamar a Bea... «Agneta» y a Pancho... «Egmont» Y no quieras saber cómo cojones quieren llamar al pájaro carpintero que si no tiene nombre es por algo, ¡joder! Oye, estos tíos publicarán un huevo de cuentos pero no tienen puta idea de lo qué es una moraleja —también Ricky se rió de él. «¡Será mamón!»— ¡¿Te estás riendo?! Joder, te estás riendo. ¡No puedo creer que te estés riendo! Te estás riendo…

—Perdona.

—Sí, sí… Perdona, claro. Pero qué jodido.

Oye… ¡Deja que te de buenas noticias!… —le soltó Ricky de repente, de forma que cualquiera al otro lado del auricular pudiera imaginárselo repantigado sobre el sofá con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Oh, gracias a Dios! ¡Buenas noticias!... Joder, ya ni me acuerdo de lo que es eso.

—¡Agárrate!

—No seas capullo y suéltalo ya —le pidió Tián mientras se sentaba a los pies de la cama, se descalzaba y se encendía un minidavidoff.

—¡Televisión Española está interesada en tus personajes!

—…¿Cómo?

—Oye, últimamente te cuesta encajar las noticias.

—¿De verdad?...

—¡De verdad!

—Joder… —se puso en pie otra vez.

—¡Quieren hacer una serie de televisión!

—Y... Tú crees… ¿Qué eso es buena idea?... —inquirió Tián, dubitativo.

¡Pues claro que sí!… ¡Tián!… —y entonces se lo imaginó de pie, frente a la ventana de su oficina y con la sonrisa colgando ahora de las comisuras de sus labios— ¿Sabes los beneficios que esto te reportará?... Si la serie cala, y lo hará, porque todos los niños adoran tus condenados personajes… ¡Nos vamos a forrar! Piensa… —le dijo— Piensa… ¡¿Quién coño daba un duro por los teletubis?!... ¡¿Eh?!... ¡En serio!… ¡¿Los has visto alguna vez?!... Pues el tinquipinqui ese… Jooooder… ¡Ese es el puto amo!... ¡¿Y el pocollo?! ¡El pocollo ese está montado en el dólar! ¡Y ni siquiera habla el muy cabrón!...

—¿Cómo coño sabes tú tantos de programas para críos?... —quiso saber Tián de repente.

—Tengo cuatro hijos, ¿recuerdas?... Me levanto con ben ten y me acuesto con jony bravo todos los putos días.

—No sabía que te fueran los tíos con nombre de macarra.

—¡Vamos, Tián, no me jodas!...

—De hecho no sabía que te fueran los tíos, pero oye… que me parece cojonudo, en serio. ¿Se lo has contado a Cris?...

Tián… —le imploró esta vez.

—Quiero poner una condición —pidió Tián después de pensárselo un par de segundos, volviendo al tema.

—¡Lo que quieras!

—Quiero que se respete el mensaje de mis cuentos, mis moralejas… ¿Entiendes?... Son cuentos para niños, Ricky, y no quiero que mancillen mis personajes.

—¡Tranquilo! ¡Ya he cerrado el trato! —sonriente, otra vez, repantigado (otra vez) sobre el sofá— De hecho quieren ser tan fieles a tus cuentos que piensan contratar a Iván.

—¡¿A Iván?!... —se sorprendió Tián.

—Sí. A Iván. ¿Hay algún problema con eso?...

—Iván es un buen ilustrador, Ricky, pero necesita una semana entera para terminar una puta ilustración. Y un dibujo animado, joder... Un dibujo animado necesita al menos un centenar de ilustraciones para tirarse un pedo.

Bueno… —se despreocupó Ricky— Eso a nosotros no nos atañe. Tián, sólo piensa en la cantidad de niñas que querrán para Navidad una muñeca Bea que diga cualquier gilipollez cuando le aprieten la barriga. ¡Joder! —rió (de nuevo repantigado sobre el sofá, de pie frente a la ventana de su oficina o en alguna postura irreverente)— ¡Nos vamos a forrar con el puto merchandising!

—Bueno… Supongo que sí es una buena noticia.

—¡¿Lo supones?! ¡¿Cómo que lo supones?!... ¡Pero que mamón!

—Mejor me cuentas mañana los detalles. ¿Por qué no nos vemos en el Zúrich?... Y así nos tomamos un café de verdad, en serio, que estoy hasta los huevos del café de aquí, y…

…Mañana —lo interrumpió Ricky en un momento.

—Mañana. Sí. A las tres y cuarto estoy ahí. Puedes venir a recogerme, ¿no?...

—Pues no.

—¿Cómo? ¿Tú tampoco?... No me fastidies, Ricky, vamos… Ya sabes cuánto detesto tener que coger un chino.

—No puedo.

—No puedes.

—No puedo.

—Y por qué no puedes, si puede saberse…

—No puedo… porque he anulado tu vuelo.

Un segundo de silencio, dos, tres…

Nada.

Cuatro… Cinco… Seis…

…Joder.

—¿Que has hecho qué?...

—He anulado tu vuelo.

—Ricky... —entonces Tián se sentó otra vez a los pies de la cama y se llevó una mano a la cabeza, y se otorgó un par de segundos más: uno, dos, y…— Ricky... ¿Ya te he dicho que estoy teniendo un mal día?...

—¿Cuándo no tienes tú un mal día?...

—Y... ¿Puede saberse por qué has anulado mi vuelo?...

—Bueno. De hecho no lo he anulado. Lo he cambiado.

—Ah... —¡QUE GUAY!— Lo has cambiado —repitió con punta— Pues que bien, ¿no?... Y ¿adónde se supone que me voy, Ricky?...

—Vuelas mañana, pero no a Barcelona… Te… Te vas… a… Japón, a Kyoto. También te he sacado un billete para el tren bala que te llevará hasta Tokio. Los tienes en la recepción del hotel.

—No.

—No… Qué...

—No sé.

—No sabes… Qué...

—Ricky... ¿Es que te he hecho alguna putada en el pasado o algo por el estilo?... De verdad, porque si es así no lo recuerdo.

—No, a mí no.

—Y… ¿Qué esperas que le diga a Paula, Ricky?... ¿«¡Cariño! Me voy a Japón a buscar a Daniel san que es mi nuevo hijo, que por cierto se me había pasado comentártelo. Prepara un poco de sushi para cuando volvamos y sonríe, tonta, que ya eres mamá»?...

—Tu vuelo es a las ocho, Tián. Y se llama Katsuhiro.