Los miserables

Resulta curioso la de cosas que se te pueden llegar a pasar por la cabeza cuando te han puesto una venda en los ojos y tienes el cañón de una pistola pegado a la sien.

...

Adviertes hasta el más mínimo detalle...

...El acero de la pistola está frío, como cuando eras niño y el médico aquél te auscultaba con el estetoscopio aquél (o cómo diablos se diga); o como cuando todavía estás en la cama, porque es domingo, joder, y llaman a la puerta y te levantas a abrir y vas descalzo, claro, y en tu piso de cuarenta metros sin ascensor con vistas al patio de luces tampoco tienes parqué sino esa mierda de baldosas que cuando lo alquilaste “te vendieron” que eran del siglo pasado y que están condenadamente frías (¡joder, heladas!); o como los besos de Marisa, fríos, cómo el acero…

Adviertes hasta el más mínimo detalle...

¿Cuántos son?... No les he oído abrir la boca.

...Entonces te concentras, y escuchas cómo la bala que va a desparramar tus sesos (los mismos que un día creíste que te harían rico y famoso y que seguramente mañana acabará lamiendo cualquier puto chucho callejero) de repente deja el cargador y se reubica en el cañón de la pistola.

¡Clic-Clac!

...Una puta semiautomática.

Adviertes hasta el más mínimo detalle...

...Cuando te encuentras de rodillas sobre un charco de agua, porque hoy a llovido todo el día, porque la tierra está mojada y porque puedo olerlo, ese olor a sucia humedad. ¡Mierda!... Entonces ya no sabes si es agua lo que empapa tus pantalones o si es que te has meado encima, porque nunca antes habías estado tan cerca del final, aunque sabías (y joder si lo sabías) que no podía tardar mucho más en llegar.

¿Dónde me han traído?... ¿Un callejón? ¿Un polígono? ¿Un vertedero?...

Entonces daría mi vida por un cigarrillo. Qué ironía. Qué vida. La que me queda. Segundos… En contra de lo que decía mi madre, al parecer, el tabaco no me matará. Y te planteas si te dará tiempo a terminar tu último pensamiento antes de que te metan una bala con la punta hueca en tu hueca cabeza. Entonces te preguntas si es que está (él) esperando a algo o si es que la espera se te hace (a ti, claro) condenadamente larga. Y de esta forma inicias una especie monólogo interno (y condenadamente íntimo), una especie de «vamos a dejar las cosas claras» contigo mismo, y te das cuenta de que hacía mucho que no eras sincero contigo mismo (si es que alguna vez lo fuiste).

Adviertes hasta el más mínimo detalle...

Un gato que maúlla. Los faros de un coche. No estoy en un vertedero. Pasos…

Y de repente... ¡PUM! ¡PUM!

...

Pero lo que realmente hace que te rebanes los sesos durante las próximas décimas de segundo es... por qué no son los tuyos los que manchan tus pantalones… ¿Por qué... Coño... Sigo... Respirando?...


...hace cuatro meses


Cardona

Primero la forzó, y después… la mató. Todos lo sabían, lo sabían muy bien. Lo sabía la señora Bermellón, la portera. Lo sabían el señor y la señora Carmesí, vivían en el piso de arriba y ella siempre trataba de no coincidir con él en el ascensor, por lo que a menudo subía por las escaleras. Lo sabían los Granate, que vivían enfrente y que estaban hartos de oírlos discutir, todos los días... Todos… Todos lo sabían. Pero no existían pruebas y aquel GRANDÍSIMO hijo de puta quedó en libertad sin cargos. Su abogada lo felicitó: una mujer alta, con la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta1. ¡Mierda!… A veces pienso que tendría que darles a sus abogados la misma medicina que a ellos, pero por esa regla de tres habría que cargarse a medio mundo, empezando por los políticos que nos gobiernan (o eso dicen) y luego tendría que pegarme un tiro porque tampoco yo estoy libre de culpas. Joder, por esa regla de tres... sólo quedarían niños (y borrachos) en el mundo.

Cardona se arrebujó en su gabán y tiró de las solapas del cuello hacia arriba cuando cayeron las primeras gotas de lluvia. Su cabello, de un castaño claro, desgreñado y lo suficientemente largo como para que le cubriese la nuca y se confundiese con su barba de tres días (que sólo se afeitaba una vez empezaba a picarle y se pasaba el día entero rascándose el cuello como afectado por algún tipo de alergia) le conferían un aspecto del que cualquiera desconfiaría; sus ojos, igualmente castaños, con aquella hendidura en su ceja izquierda que dividía su vello ahí en dos partes y que tantas mujeres en su vida habían tachado de rabiosamente morbosa… así como su mirada, fría y rasgada, no ayudaban a suavizar su aspecto, como tampoco ayudaba a ello su fuerte constitución (aún, a pesar de sus cincuenta y siete recién cumplidos) de casi metro noventa de alto y noventa y ocho kilos de peso.

Cardona cerró las solapas de su abrigo entorno al cuello y suspiró. Esta era una lluvia fina, casi imperceptible, casi la agradecía. Podía verla caer si se fijaba en la única farola que alumbraba aquel maldito callejón y que emitía una luz tan tenue como la luz que alumbraba su vida; la luz de la farola brillaba intimidada por la oscuridad de la noche y quedaba reducida a un solo halo amarillento, igual que el foco de un circo de tres pistas antes de su última función. A través de ella podía ver la lluvia caer, podía verla caer entre los adoquines de aquella condenada calle del casco antiguo de Barcelona (de aquella Barcelona condenada), sobre las calles que se habían convertido en su jurisdicción particular desde que dejara el cuerpo para unirse a otro aún más sórdido; podía ver las gotas caer y morir en el asfalto, húmedo, y lo que sintió se le antojó amargamente familiar y suspiró. Hasta que vio a cam (así lo llamaban) cruzar por debajo de aquel haz de luz amarillenta, llevándose consigo aquella lluvia caprichosa y de repente mortecina como si de un mal presagio se tratara.

Cam iba vestido igual que había acudido a los juzgados aquella misma mañana (con uno de esos chándales negros con rayas blancas que recorren el pantalón de las caderas a los tobillos y en la espalda el nombre sin gancho de un equipo de fútbol de tercera división). Cubrió corriendo los últimos pasos que lo separaban de La noche a partir de las diez, uno de esos sitios, sabía Cardona, de los que a menudo uno tiene que declarar que no conoce, pero que conocen muy bien los perros más perros de la ciudad, esos para los que el día comienza cuando anochece. Y cuando hubo entrado, cuando por fin la puerta del bar se cerró tras él, Cardona se dirigió a La noche…

Cuanto más se acercaba más calor sentía en sus entrañas.

El calor de sus miedos, quemándole la sangre.

El calor que reinaba en aquel tugurio indeseable que un día juró que jamás volvería a pisar.

El calor de lo que estaba por venir.

Y entonces abrió la puerta y dejó que la lluvia limpiara un instante el pequeño rellano que daba a la barra del bar antes de entrar, y suspiró y maldijo y entró y soltó la puerta que se cerró de nuevo tras él amortiguada por algún tipo de resorte, ahogando finalmente el murmullo de la lluvia cayendo del otro lado.

Se diría que había más luz afuera que en aquel condenado lugar. Un radiocedé sobre una silla al lado de la entrada escupía notas de jazz acompañadas de una voz femenina con la garganta cargada de nicotina, las paredes adornadas con las fotos enmarcadas de viejas glorias de la música negra de finales del siglo pasado y en la barra viejas glorias de nuestros días que fueron alguien hace tiempo pero que ya nadie recuerda. A ambos lados de la barra reservados de esos de mullidos sofás de apagados colores para que quien compre lo que sea que no esté permitido vender pueda tener enfrente al abogado del diablo con las manos encima de la mesa y la mirada clavada en la suya, y sobre sus cabezas ventiladores de esos de cuatro aspas que se mueven con la fuerza justa para sólo hacer circular el aire. El ambiente cargado de humo y de malos modos y de absurdas supersticiones de esas que siempre acaban matando a alguien; los rostros de la gente nadaban en un mar de sombras y sus miradas de gato lo seguían cuando pasaba por delante de cualquiera de ellos, algunos callaban hasta que pasaba de largo, otros continuaban hablando, conversaciones que eran sólo un puñado de siseos. Mientras el barman limpiaba con un paño sucio la barra ennegrecida por el paso de los años y el alcohol.

Cam se había pedido una cerveza y permanecía sentado a una mesa cerca de los baños. En lugares como aquél, como todos los que allí acudían sabían, la gente tan sólo va al baño para meterse, y todos allí sabían, también (y muy bien), lo floja que tenía cam la nariz. Entonces se encontraba solo, como esperaba, «...y seguramente también colocado» se dijo Cardona. Y sin más dilación y menos tonterías se dirigió hacia él, le perdonó la vida de soslayo y se sentó delante suyo.

Cam lo observó un instante. Se lo quedó mirando fijamente durante casi un minuto (un minuto condenadamente largo), aguardó como el que trata de dar a entender que nada le importa (porque así era) y finalmente chasqueó la lengua en un gesto de aspaviento y le preguntó:

―¿Eres Cardona?…

Cardona asintió levemente, después dirigió la mirada a la barra, levantó la mano y llamó al barman.

Se le acercó el mismo chico que limpiaba la barra, con los pantalones caídos y uno de esos peinados de moda que dan la sensación de que uno se haya acabado de levantar hace sólo unos minutos.

―¿Sí?...

―Un bloody mary.

―¿Qué cojones es un bludimeri?...

―Tráeme un vodka, el que tengas, me da igual, con zumo de tomate de tetrabrik, que de eso seguro que tienes. Porque tienes, ¿verdad?...

―Eso sí...

―Pues entonces sólo tienes que mezclarlo.

...El chico se retiró y los dejó solos otra vez.

―Por qué me has llamado... ―preguntó cam de nuevo, impaciente― ¿Qué coño de pruebas son esas de las que me hablabas?... Hoy me han declarado inocente ¿Lo sabías?...

―…Le diste su merecido ―le dijo Cardona por fin― ¿Verdad?... ―y se llevó un cigarrillo a la boca, lo encendió con sumo cuidado y el humo de su primera calada trepó hasta el techo agarrándose al haz de luz amarillenta que colgaba por encima de sus cabezas encerrándolos en un círculo de muerte― ¿Verdad?...

―Casi le hice un favor a esa zorra ―le respondió cam, porque el hombre que tenía enfrente lo sabía, porque todo el mundo lo sabía, porque le daba lo mismo― ¿Te conozco?... ―vaciló un momento― Tu cara me suena...

―No. No me conoces.

―Entonces de qué pruebas me hablas. ¿Eres detective, o algo así?...

Pero Cardona no le contestó, insistió:

―¿Por qué lo hiciste?...

Entonces cam rio, y se regocijó en sus carcajadas, como el asesino que era y que ríe cuando le recuerdan lo que ha hecho.

―¡Joder!... No tienes pruebas, de nada ―continuó con una burda sonrisa enmarcándole la cara, desviando la vista al techo― ¿Verdad?... Joder… Eres un puto morboso ―y volvió a clavar su mirada en él― ¿Qué eres? ¿Un maldito periodista? ¿Escritor o algo así?... ―comenzó a reír de nuevo, más fuerte esta vez.

―…¿Por qué lo hiciste? ―insistió Cardona una vez más. Otra calada, otra cortina de humo, otra mirada rasgada.

Entonces cam pareció saltar de repente, volvió a desviar la vista y la devolvió al frente otra vez, rápidamente. Lo atravesó con la mirada…:

―¡Oye!... ¡La quería, ¿vale?!... ―le dijo como el que grita queriendo bajar la voz al mismo tiempo― ¡Escribe eso en tu condenado libro! ―apuntó con su dedo índice sobre la mesa.

En aquel instante se les acercó el barman y le dejó a Cardona su copa sobre la mesa, sangrienta como una puñalada.

―Su… bludiloquesea,... señor...

―Gracias.

Y volvió a dejarlos solos. Su bloody mary entre los dos, roja, los ojos de uno inyectados en sangre, los del otro con las pupilas demasiado dilatadas por culpa de tantas frustraciones y de tanta coca.

―Puedes irte al cuerno ―pronunció cam de nuevo, al cabo, cuando decidió que aquella entrevista («o lo que cojones sea» pensó) había terminado. Pero de repente la expresión de su cara se transformó en una mueca de dolor, y de asombro, y frunció el ceño y abrió la boca, como si quisiese decir algo más, pero no asomó una sola palabra más a sus labios temblorosos ―Hijo de puta... ―ladró después de unos segundos, y parpadeó dos, tres veces...

―Deja que yo también te haga un favor ―le dijo Cardona entonces colocando sobre la mesa un cuchillo de medio metro de largo pringado de sangre, después apagó la colilla de su cigarrillo con ella, coagulándola, como los viejos sellos de cera que se cerraban con fuego (la sangre estaba caliente, se dijo, podía notarlo en la palma de su mano manchada de rojo).

―Eres el guarda, el condenado guarda que había en la sala, ahora me acuerdo... ―lo reconoció cam en aquel instante― ¿Por qué?...

Entonces Cardona sonrió irónicamente.

―¿Porque te quiero?... ―le dijo, y le colocó la palma de la mano sobre una de sus mejillas y lo ayudó a apoyar la cabeza sobre la mesa. Su índice y el corazón manchados de sangre dejaron en su rostro un macabro tatuaje, como el de un indio salvaje de una de esas viejas películas del oeste; sonrió― Yo también te quiero ―le dijo otra vez― Hijo de puta ―le susurró al oído cuando su expresión desencajada descansaba ya al lado de su última cerveza.

―Vete al infierno...

―Tú primero ―le susurró Cardona de nuevo. Algún día también él iría al infierno, seguro, se dijo, de eso no tenía duda. Pero antes enviaría allí a tantos condenados como cam, o como aquel otro de hacía unas semanas, y como al que le tocase mañana, y pasado mañana, o como su padre (si hubiera tenido la oportunidad),… a tantos como le fuera posible para no sentirse solo cuando él finalmente también bajara. Claro que antes que todo eso tendría que ir a ese maldito polígono en las afueras que decía la carta que había recibido esa misma mañana― Tú primero ―le dijo otra vez mientras la mirada de cam se perdía en un punto fijo en ningún lugar a sus espaldas― Tú primero ―entonces le puso en la mano la cerveza que estaba tomando antes de que llegara, se acabó su copa de un trago, dejó un billete y unas monedas sobre la mesa, se puso en pie y se marchó.


Tián

«…¿De dónde vienes?» su voz le llegó por sorpresa, como si acabasen de abrir una caja liberándola de su largo cautiverio, como siempre. Esperaba no despertarla, como siempre…

Tres palabras en la oscuridad de su pobre habitación que salieron de sus labios empujadas por un bostezo incompleto.

«…¿Dónde has estado?» siempre las mismas preguntas, siempre tres palabras, y siempre la misma respuesta:

―Sigue durmiendo.

Tosió llevándose la mano a la boca con tal de no hacer demasiado ruido. Después se sentó a los pies de la cama. No encendió la luz, sólo se descalzó, y suspiró...

―Tián...

―Sigue durmiendo.

Se frotó la mandíbula con el dorso de la mano, pensó que podría estar desencajada y que después de aquella noche sería difícil que tantos dientes siguieran en su sitio. Y entonces sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo…

Oh, Lucy…

Hasta que notó su abrazo alrededor de su pecho, la había vuelto a despertar.

―Sigue durmiendo Lucy...

―Tián... ―murmuró ella. Y apoyó una mejilla sobre su espalda y lo besó en la nuca.

Pensó que su abrazo era su mejor medicina, mejor que tantas drogas de diseño de mierda, y entonces cerró los ojos dejando que su calor invadiera su cuerpo.

Lucy...

Y notó cómo se le tensaban los músculos del pecho, del abdomen, la entrepierna,... cuando su calor se contagió a la sangre que le bajaba por las piernas mientras ella iba desabrochándole los botones de la camisa que después tiró hacia atrás y dejó que le resbalara por los hombros. Entonces sus besos recorrieron su espinazo, arrancándole un gemido cada vez que sus labios se pegaban a su carne y a sus castigadas costillas, hasta su cintura... Hasta que acabó echándose sobre las sábanas, frías al contacto de su piel desnuda, mientras ella buscaba sus ingles.

Tián fijó la mirada en el techo del dormitorio de Lucy, oscuro como la noche, sin una sola estrella, y entonces las lágrimas asomaron a sus pupilas, y brotaron y las anegaron hasta acumularse entre sus párpados para acabar finalmente desbordándose, recorriéndole las mejillas hasta caer sobre las sábanas, para secarse, y para morir, como moría él cada día de su vida.

Se despertó de pronto, con un grito que murió en su garganta un instante antes de nacer, sobresaltado, angustiado... (¡Un sueño! ¡Sólo un sueño! ¡Un mal sueño!... Nada más que eso…). Tenía los cabellos empapados de sudor, al igual que su almohada, volvía a tener pesadillas.

Se quitó de encima las sábanas, se levantó y se apresuró a buscar sus ropas esparcidas por toda la habitación.

Lucy seguía dormida, hecha un ovillo en la cama, pero enseguida despertó también y se lo quedó mirando, contemplando su impecable desnudo recortado por la tenue luz del día que empezaba y se filtraba a través de sus cortinas con estampado de flores azules. Pensó que era un hombre rabiosamente atractivo, a pesar de su edad que ignoraba pero que presumía rondaba los cincuenta, al igual que presumía que en su juventud se había dedicado a algún deporte de forma profesional (tal vez fútbol, o atletismo); su espalda era un muro de piedra y sus hombros parecían las atalayas que custodiaban ese muro, tenía el cabello rubio, entrecano, y lo llevaba tan corto como un oficial militar en tiempos en que el servicio militar lo hacían hombres de verdad. Su mirada era de un gris que no dejaba entrever ningún sentimiento, algo que le daba un aspecto impresionable, algo que a Lucy le parecía sensible a la vez que seductor y que la volvía loca.

—¿Te vas?... —le preguntó.

—Tengo que irme —le dijo Tián mientras se abrochaba apresuradamente los pantalones y buscaba su camisa con la mirada, escrutando cada rincón de la habitación de Lucy. ¿Dónde cojones?...

—Está colgada del galán —pronunció Lucy intuyendo qué andaba buscando.

Ahí estaba su camisa, colgada del galán de noche, pero no precisamente como la llevaría un galán: arrugada y con esos enormes manchones de sangre seca que la recorrían del cuello hasta uno de los puños.

—Mierda...

—Voy a hacer café —pronunció Lucy al cabo, mientras se levantaba dejando que las sábanas le resbalasen por el cuerpo, recorriéndolo, acariciándole con suavidad los pechos y el vientre y los muslos, sus pálidas curvas como las de una de esas muñecas de porcelana de mirada triste, de piel blanca como la nieve; mientras se levantaba dejando que su larga cabellera negra le bajase hasta la cintura haciendo que en Tián se despertasen de nuevo los mismos instintos salvajes y pasionales de la pasada noche. Después se envolvió en su bata y salió de la habitación dejándolo solo.

Cuando Tián entró en la cocina, desnudo de cintura para arriba y se apoyó en el umbral de la puerta, la cafetera silbaba y dejaba escapar una larga humareda pidiendo a gritos que la retiraran ya de los fogones. Enseguida Lucy corrió a coger uno de sus viejos paños que colgaban del asidero del horno para depositarla sobre la mesa, sobre uno de esos salvamanteles con cenefas de colores de su madre que tanto le gustaban. De la calle les llegaban los murmullos de una ciudad que nunca duerme, del tráfico de las ocho, una sirena, un perro ladrando…

—¿Adónde has de ir?... —le preguntó ella, al rato.

—He recibido una carta.

—Hoy nadie escribe cartas, ¿no has oído hablar del e-mail?...

—Pues quien me ha enviado esa carta —dilucidó Tián un segundo, y tosió antes de seguir hablando—... Aún escribe cartas.

—Y, ¿quién es?...

—No lo sé.

—¿Adónde has de ir?...

—No lo sé.

—Nunca sabes nada —se quejó Lucy de repente— O no quieres saberlo. O no quieres que yo lo sepa...

—Sé que es fuera de Barcelona. Eso es todo.

Entonces Lucy le dio la espalda, se sirvió una taza de café y se encendió un cigarro, murmuró «joder», aspiró profundamente y escupió humo al mundo.

—¿Estarás de vuelta esta noche? —le preguntó otra vez.

—No lo sé.


Cardona

—¿Me pones otro, Elías?... —pidió Cardona empujando su vaso con sus dedos índice y medio sobre la barra hacía el camarero, sin dirigirle la mirada, mientras leía los titulares del periódico de la mañana.

—No debería —se quejó Elías entonces rellenándole la copa de bourbon desde detrás de la barra— Joder, que esta es la cuarta… ¡Y la última! ¡¿Estamos?!… —lo advirtió— ¡Coño, Diego, que aún no son ni las diez!

Aún no había otros clientes en El Celler aquella mañana gris de mayo, demasiado temprano: las sillas aún sobre las mesas y la mitad de las luces aún apagadas, igual que las tragaperras, el suelo todavía limpio del día anterior, la barra vacía y Elías aún de malhumor. Elías refunfuñaba desde su puesto detrás de la barra, un tipo alto y en extremo delgado que siempre (o casi siempre si es que el dueño de El Celler no estaba, lo que era bastante habitual) se empeñaba en ir con la camisa por fuera de los pantalones. Tenía el pelo rubio, largo y recogido en una cola, unos enormes ojos marrones y un pendiente en forma de cruz que le colgaba del lóbulo de su oreja izquierda. Cardona lo conocía desde hacía años y sabía que era un buen muchacho, que si estaba de malhumor era por tener que madrugar para ir a trabajar (como les pasa a la mayoría de los chicos de su edad, joder); sabía que pronto se le pasaría. Se llevó el vaso a los labios y bebió…

Bourbon barato, policía viejo, matón solitario.

Y en la primera plana de El País:

Hallado el cuerpo sin vida del maltratador Camilo «cam» Fonts en un bar del Borne de Barcelona.

Echó otro trago y continuó leyendo por encima la noticia:

Apuñalado… Encontrada el arma del crimen junto al cadáver… Posible ajuste de cuentas… La policía sospecha que la víctima conocía a su asesino. Rápido análisis que desvela que Fonts había consumido drogas antes de ser asesinado.

—Hoy el mundo es un poco mejor que ayer —murmuró Cardona en un suspiró, casi sin darse cuenta de ello, después de acabarse su bourbon de un trago y de ponerse pie.

—¿Cómo dices?... —inquirió Elías desde el otro lado de la barra.

—Elías… —preguntó Cardona cambiando de tema mientras sacaba unas monedas que dejó sobre la barra al lado de su última copa de la mañana— ¿Has visto a Mayo, últimamente?...

—¿A Mayo?... No. Hace mucho que no viene por aquí —le respondió el camarero que secaba unos vasos sin apartar la vista del televisor que tenía colgado del techo a sus espaldas y que acababa de poner en marcha; en directo los formulas uno iban y venían más deprisa que los latidos de Cardona de la noche anterior, y anunciaban en una esquina de la pantalla Peter Pan a las diez— ¡Ese Alonso es la polla! —rio el barman sin intención de preocuparse por otra cosa.

—Pues salúdale si lo ves. ¿Quieres?... —le pidió Cardona sin esperar una respuesta, y después de eso se dirigió a la puerta.

—Descuida —le dijo Elías con la mirada aún clavada en la pantalla del televisor— …Cuídate Diego.

Cuando Cardona salió a la calle sintió que volvía a caminar por el mundo real. Y pensó que le gustaría ver esa película, y a continuación casi se rio de sí, porque en su infancia no había habido tiempo para cuentos, ni para sueños, porque nunca tuvo nada con lo que soñar.

…Porque Nunca Jamás no existe.

Ni existe el País de las Maravillas de la tal Alicia.

Ni el del mago de Oz de la Dorothy esa.

No existen los magos.

Ni los políticos que de verdad piensen en arreglar… «esto»

El qué… El mundo… Este mundo.

No existe el amor, sólo bourbon barato y noches sin dormir.

Porque sólo existe esta Barcelona gris que hay de limpiar de cuatro tiros en la cabeza.

—Joder… —murmuró mientras buscaba sus cigarrillos en los bolsillos de sus pantalones. Y entonces echó a andar, mezclándose con los tonos blancos y negros, apagados y melancólicos de la ciudad condal.