1

A los ojos de los hombres era sólo un animal, uno de tantos que habitaban en el Bosque de Arkan, y más concretamente... un hurón. Corría entonces huyendo no sólo de sus ávidos perseguidores, sino también de la tormenta que igualmente lo seguía desde hacía un rato mientras trataba de cobijarse pasando entre las raíces que, por aquí, por allí y más allá,… sobresalían del suelo de aquellos árboles que, como ciclópeos centinelas, custodiaban el Bosque desde sus pobladas copas despuntando a alturas imposibles para la mayoría de los animales que en él vivían, en la linde con la ciudad de Cold Valley. Un hurón, sí… que transportaba sobre su grupa a otra criatura aún más pequeña: ¡un ratón!... Un ratón totalmente cubierto, de los pies desnudos hasta la punta de sus enormes orejas, por una espesa capa de fieltro de color gris que apenas lo protegía de las inclemencias de un otoño tardío y que a cada paso de su montura se quejaba cada vez con más vehemencia.

—¡Si sigues… corriendo… de este modo… —se interrumpía cada vez que el hurón daba un salto, cambiaba de dirección o se detenía de pronto para olfatear el camino— vas a perderme… me caeré… y entonces me encontrarán los ratones del conde!

—¡Casi hemos llegado! —lo alentó el hurón en un momento en el que, no muy seguro de qué dirección tomar, se detuvo y aprovechó para recuperar el hálito mientras el rugido de los truenos a sus espaldas lo apremiaba a continuar la marcha cuanto antes mejor. Se aupó entonces a una ramita baja que crecía de la base de un cedro en el camino, y de ésta saltó a otra, a otra y a otra… hasta que estuvo tan alto como alto era aquel árbol y por cuya copa espinosa reculó cuatro, cinco, seis pasos para poder observar desde las alturas. Desde donde estaba se disfrutaba de una vista magnífica; las ramas del cedro al completo oscilaban violentamente sacudidas por el fuerte viento que precedía a la tormenta, y de repente el ratón que llevaba a horcajadas se quejó por un ramillete de puntiagudas agujas que sobresalían de una ramita más corta a espaldas del hurón y que se le clavaban a él en el trasero.

—¡Au!... —aulló el ratón. Pero el hurón no le hizo ningún caso.

La vista abarcaba el Bosque de Arkan al completo, desde sus fronteras con la ciudad de los hombres y los prados circundantes hasta las montañas sin nombre donde los árboles que las vestían descendían en picado envueltos en la bruma hasta el Pico de Bravoos.

—¡Por ahí! —dijo entonces para sí el hurón en un momento en el que el ratón trataba de alcanzar una piña cuyos piñones lo miraban burlonamente desde medio palmo de altura, y cuando el larguirucho mustélido reanudó la marcha bajando al suelo en picado, su jinete tuvo que apresurase a agarrase con fuerza de nuevo a la silla de montar con tal de no caer desde tanta altura.

Apenas un par de minutos más tarde llegaban por fin a su destino, deteniéndose bruscamente el hurón frente a un hueco entre las raíces sobresalientes de un altísimo almendro de flor blanca como la nieve al tiempo que, de un salto, el ratón bajaba de su grupa y sin mediar palabra se dirigía veloz a la abertura subterránea.

—¡Vamos, Lach!... —apremió el ratón al hurón.

Pero Lachdanan aguardó un segundo, e irguiéndose sobre sus cuartos traseros alzó la vista al cielo mientras la luna trepaba al firmamento. Escuchó entonces el murmullo cada vez más próximo de la tormenta que aquella tarde no logró alcanzarlo, hasta que la primera gota de lluvia hizo diana en su hocico mientras se desabrochaba el cinturón que le sujetaba la silla de montar a la espalda; ésta cayó al suelo con aplomo. Se trataba de un pequeño arnés de piel que los animales más rápidos solían llevar a la espalda para así poder transportar a otros no tan veloces, y si bien aquel arnés no resultaba nada aparatoso y uno podía llevarlo puesto el día entero… sí resultaba algo pesado y Lachdanan solía quitárselo siempre que no fuera a utilizarlo con nadie. Entonces, con una sonrisa burlona y un mohín de sus bigotes, recogió la silla del suelo, se la echó al hombro y siguió a su amigo.

Al cobijo ya a la entrada de aquella madriguera, Lachdanan se encontró con un largo y estrecho pasadizo de tierra, de unos cien pasos de largo, por el que apenas podrían pasar dos ratones uno al lado del otro y que terminaba en una estrecha puerta hecha de la misma madera de aquel árbol. Empotrada contra la tierra que vestía las paredes del cubil, tenía ésta en el centro un pequeño y sucísimo ojo de buey de manera que la luz que escapaba del otro lado servía para alumbrar vagamente el pasadizo. Raíces diminutas sobresalían aquí y allá de las paredes y del techo y olía a humedad, a vómitos y a leche agria. Un topo dormía la mona acurrucado en una esquina a pocos pasos de la entrada y al pasar por su lado eructó, se dio la vuelta y siguió roncando. Lachdanan lo observó un segundo, murmurando por lo bajín cuan descortés le resultaba aquello; después se asomó al diminuto ojo de buey y oteó el interior de la taberna donde pudo ver a Tebo pidiendo a voz en grito una jarra de vino.

Entonces abrió la puerta, y agachándose lo indecible (diría el hurón) con tal de poder pasar a través de aquel angosto acceso, entró…

…Y la algarabía propia de antros de aquella casta le dio la bienvenida. Habría más de cien animales allí reunidos, y ninguno de ellos de modales altaneros; roedores los que más, y de todas las clases. También había sapos, ranas que se hacían pasar por sapos y dos lagartijas con cara de haberse equivocado de sitio; una salamanquesa y un tritón que formaban una extraña pareja, además de un grupo de cuatro gorriones, un estornino y un cuervo que bebía solo. Una enorme botella de vino a medio terminar descansaba suspendida, ligeramente inclinada, por cientos de diminutos cordeles que la mantenían a diez centímetros del suelo detrás de un mostrador oscurecido por el paso de los años desde donde el tabernero, un grueso puercoespín con un viejo delantal entre blanco, gris y marrón colgado del cuello, manipulaba una válvula que tenía instalada en el tapón de corcho de la botella y llenaba jarras sin parar. En cuanto vio a Lachdanan, dejó de hacerlo…

—¡Eh!... —lo apuntó con la siguiente jarra aún vacía— ¡Aquí no pueden entrar animales!

Y Tebo, quien no se había alejado aún de la barra porque todavía no le habían servido su jarra, arqueó las cejas, divertido.

—¿Ah, no?... —le preguntó— Y tú… ¿Tú qué narices eres?...

—Ya me habéis entendido… ¡Los animales de monta afuera!

Y con cuatro rápidos pasos Lachdanan se plantó frente al grueso puercoespín y, sin que nadie lo notase, deslizó una cuchilla de su cinto a la garganta del imprudente mesonero.

—Vuelve a llamarme animal de monta… —le dijo— Y me haré una silla de montar con tu pellejo.

El puercoespín tardó un rato en reaccionar, se quedó mirando fijamente al hurón y lo que vio fue su propio reflejo en las pupilas de éste (no por ello supo si mentía o no, pero sí que no quería arriesgarse a comprobarlo).

—Mmm… Por esta vez… —pronunció al cabo, a desgana— Vale —y con sumo cuidado apartó su gaznate del cuchillo de su cliente, dirigiendo de nuevo la jarra a la válvula de la botella que llenó hasta los topes.

Cuando el puercoespín depositó la jarra sobre el mostrador, Tebo, risueño, la asió con ganas, dio un largo trago y se dispuso a buscar el rincón más agradable de aquel desagradable lugar donde poder coger a gusto una borrachera. Y después de que a Lachdanan le sirvieran también su buena jarra de vino, pagó dejando tres luas sobre la barra del agrio posadero y siguió a su amigo, hasta que al fin hallaron una mesa vacía, apartada al final de la posada, alejada de los enormes cirios que alumbraban aquel lugar.

Tebo era un ratón pequeño, mucho más pequeño de lo normal para los ratones de su clase; era tan tan tan pequeño que, en ocasiones, lo que agravaba su malhumor, lo confundían con un jerbo enano. Sus ojos eran negros como dos minúsculas piedras de ónice, al igual que su pelo, negro como el carbón. Siempre iba descalzo, vestía una raída capa de fieltro de color gris con capucha y solía ir armado con una sola espada (cuando no con dos, pues como una vez dijo a su larguirucho amigo, “el arma que mejor complementa a una espada, es otra espada”). Lachdanan, en cambio, era más grande de lo normal comparado con los hurones de su clase; de ahí que la capa de color rojo que llevaba le quedase tan tan tan grande a cualquier otro hurón que se la probase (si es que cualquier otro hurón tuviese las narices suficientes de probarse la capa de Lach, como Tebo lo llamaba). Era asimismo un hurón de miembros largos y poderosos y de aún más largos y ostentosos bigotes, y en el cinturón que le sujetaba a la grupa la silla en la que montaba su diminuto amigo portaba más cachivaches que cualquier otro mercader ambulante, sabio conocedor de mil remedios contra mil males que nunca existieron o armero que ofreciera sus piezas de artesanía a los viajeros ignorantes del significado de la palabra “artesanía”. Llevaba dos espadas al cinto, la que llevaba a la izquierda y que desenvainaba con la derecha la llamaba Perdición, y la que llevaba a la derecha y que desenvainaba con la izquierda la llamaba Cobravidas; la primera era una espada larga con una guarda que caía en ángulo recto que no protegía del todo la garra, mientras que la segunda era una hoja corta engarzada en una guarda redonda que cubría enteramente el puño. Además de eso guardaba una ballesta de una mano a la espalda que siempre tenía cargada y un cuchillo que nunca tenía a la vista; calzaba botas y nunca se quitaba los guantes.

—¿Crees que los hemos despistado?... —inquirió Lachdanan mientras se sentaba y acomodaba la espalda contra la pared, los pies sobre la mesa y la jarra en la mano.

—O eso, o han dejado de perseguirnos —opinó el ratón.

—¿Eso crees?… Oye, esos ratones montan comadrejas —le informó el hurón a su amigo como si éste no se hubiese percatado mientras les pisaban los talones— Tebo, esa clase de animales no se dan por vencidos tan fácilmente.

—¡Va! ¡Mercenarios! —le restó importancia Tebo hundiendo su hocico en el vino— Sólo les son leales a un rey. ¡El Rey Ciego! El que acuña nuestras monedas. Además… —añadió de repente, dejando a Lachdanan con la palabra en la boca— Nos hemos llevado tanto oro de ese condenado conde… que dudo que le haya quedado una lua con la que seguir pagando a esos asesinos y créeme, animales como esos no hacen nada gratis. Sólo echaré en falta una cosa, sólo... una —terminó dejando la frase en el aire deseoso de que su amigo le preguntara el qué.

Pero el hurón sabía de sobras a qué se refería el pequeño roedor.

—¿De verdad creías que una ratita como esa iba a renunciar a todo… —y apuntó— A su marido, a su castillo, a todos sus bienes, a sus joyas, las que le dejamos, claro… —puntualizó— E incluso a esa parodia de sapos que siempre iban detrás de ella agasajándola… De verdad creías que iba a renunciar a todo, todo eso, por… —y acercó la punta de su hocico hasta casi rozar la de su amigo— Por un ladrón de tres al cuarto como tú?

—No hace falta ser tan explícito —se quejó el ratón, mientras Lachdanan estallaba en ruidosas carcajadas— Claro que no esperaba eso, nada de eso. Sólo que… Bueno… No sé… Me gustaba fantasear con la idea de que huiría conmigo.

—Las fantasías son para los niños, Tebo —le dijo esta vez el hurón con un deje de comprensión en su tono de voz— Despierta de una vez, ¿quieres?...

Y entonces callaron un segundo durante el que ambos pasearon la mirada por la estancia. Se jugaba a los dados, se bebía sin medida, y una ratita presumida rodeaba con sus brazos a un lirón vestido con el uniforme de La Unión en su primer día de permiso. Se acababa el vino y se pedía más vino, ¡y se desconfiaba!... pues se hacían trampas, mientras se narraban batallas, y se prometía la vida y la muerte, cuando la ratita presumida se deshizo al fin de su amado oficial con falsas promesas de amor en cuanto se hizo con la bolsa con su paga que llevaba colgada al cinto.

Los dos amigos intercambiaron una mirada queriéndose decir el uno al otro que el pobre oficial (¡a todas luces novato!) no cometería el mismo error la segunda vez que estuviese de permiso.

—Por cierto… ¿Dónde has escondido el botín? —le preguntó por fin Tebo a su amigo.

—Donde está nadie lo encontrará —le aseguró Lachdanan— Aunque pasen cien años.

—No pienso esperar cien años para ir a buscarlo.

—Claro que no —le dio la razón— Pero no podremos volver por ahí en un tiempo. Ten paciencia.

—Sabes que la paciencia no es una virtud que en todos estos años haya logrado cultivar —se quejó el ratón— ¡Y créeme que lo he intentado!

Lachdanan no pudo evitar reírse tras escuchar semejante sandez —Pues deberás, amigo mío, deberás… —le aconsejó después— Pon ahora las patas en tierras de ese conde y te atraparán y te tirarán a los gatos, por mucho… —añadió gesticulando haciendo de su siguiente comentario una parodia— que a la señora condesa le asaltasen de repente sentimientos de amor hacia su antiguo guardaespaldas que en el momento de la huida no consiguió que aflorasen.

—Está bien —le concedió Tebo— Pero no es necesario que te burles de mí.

—No lo hago —mintió el hurón, burlándose de nuevo, en el mismo instante en que Tebo colocaba la jarra boca abajo sobre su hocico reclamando las últimas gotas de vino.

—Voy a pedir más —anunció— ¿Quieres otra?...

—Estoy servido —respondió el hurón alzando su jarra a modo de prueba.

Y sin perder un segundo más, Tebo se puso en pie y recorrió la taberna con la agilidad propia de los roedores de su clase (y dentro de los de su clase, con la agilidad propia de los de su calaña) y enseguida se plantó de nuevo en el mostrador y frente al puercoespín con cara de pocos amigos.

—¡Más vino! —clamó mientras paseaba la mirada distraído a su alrededor, cuando de repente una larguirucha y andrajosa comadreja encapuchada pasó por su lado y casi lo tira al suelo— ¡Más cuidado! —se quejó el ratón, aunque aquella ni siquiera se giró, pues se diría que ni cuenta se dio de haber tropezado con el pequeño roedor.

Enseguida Tebo se llevó la mano al cinto, como tantas veces había hecho ya en tantas ocasiones por afrentas la mitad de graves que aquella. Pero de pronto reparó en la vaina del arma de la comadreja que asomaba bajo su vieja capa de pelo y se detuvo, pues era ésta una vaina cuidadosamente (“exquisitamente” se dijo el ratón) ornamentada, y observó también sus botas de hebillas de plata al tiempo que se incorporaba y se decía que puede que aquel animal no fuese tan andrajoso después de todo, o eso… o se había tropezado con un magnífico ladrón, y como no había en el Bosque ladrones tan magníficos como su amigo Lachdanan y él mismo, Tebo llegó a la inevitable conclusión de que la andrajosa comadreja era en realidad comadreja de renombre que por alguna razón quería pasar por andrajosa. Y como en antros como aquel sólo hacían parada lo peor de lo peor del Bosque, se preguntó que traería por allí a un animal tan distinguido… y la siguió.

Al rato la comadreja se sentaba a una mesa con otras tres criaturas igualmente encapuchadas, dos de ellas eran tan altas como la que había llevado a Tebo hasta allí, por lo que seguramente, se dijo el ratón, serían también comadrejas. La tercera en cambio, más achaparrada, podría ser, tal vez, dilucidó, alguna clase de roedor. Pero Tebo, consciente de que no podría oír de lo que hablaban desde el lugar en el que se encontraba sin levantar sospechas, observó en derredor, miró a izquierda y a derecha, levantó la vista y… ¡Ahí! La mesa a la que estaban sentadas las sospechosas comadrejas se encontraba justo debajo de la escalera que conducía a las habitaciones de la posada, sin duda el lugar más recogido de la estancia y donde se podían fraguar las traiciones más traicioneras sin ser molestados.

Un rictus de jovial picardía asomó entre sus bigotes.

Y al rato y sin que nadie se diera cuenta, Tebo colgaba, suspendido por su cola amarrada, de uno de los escalones de madera por su parte inferior que hacían las veces de improvisada techumbre a aquella mesa para cuatro apartada del resto de los clientes como si de una estancia privada se tratara.

Lo que las tres comadrejas y lo que era un sapo (se aseveró Tebo entonces de que no se trataba de ningún roedor) dijeron a continuación… despertó el interés del pequeño ratón.

—…con la colaboración de la Sin de Northerngem —decía la misma comadreja que lo había llevado hasta allí.

—¿Para qué precisamos de esa Casa?... —prorrumpió de repente el sapo con su pastoso hablar— Además, el Duque de Northerngem le es leal a su facción.

—Ya no —habló otra de las comadrejas, y mientras lo hacía Tebo se fijó en su blasón bajo la capa, una ballesta de color rojo cargada con tres flechas sobre fondo negro, el de la Sin de las Comadrejas Monje de los Picos Rojos— Han pasado más de ocho años desde la última guerra entre Facciones —dijo aquella, y las tres fulminaron con la mirada al sapo quien con la suya trató de disculparse por una guerra que tuvo lugar cuando apenas era aún un renacuajo— Nunca hemos disfrutado de un período de paz tan duradero, y Ars sin Stack acudirá a la reunión del Consejo en la Hondonada con su escolta, honor que le ha sido atribuido, como era de esperar, a la Sin de Northerngem. Después de duras… —y entonces hizo una pausa tratando de dar con la palabra que consideraba más adecuada— negociaciones —pronunció al fin la comadreja— el Duque de Northerngem finalmente ha entendido que estar de nuestra parte es lo que más le conviene, a fin de cuentas… si decidiésemos quitarlo del medio otra Sin ocuparía su lugar como escolta del senescal Ars, y tarde o temprano daríamos con alguna que apoyase nuestra —otra pausa— causa.

—En tal caso, acabar con el senescal será un juego de niños —concluyó pastosamente el sapo.

Entonces Tebo abrió los ojos de par en par, como si así fuera a conseguir ver mejor, además de oír, la traición que se estaba fraguando bajo su trasero.

¡¿Planean asesinar al senescal Ars?!...

Y en aquel preciso instante, la puerta de la posada se abrió con tal golpazo que hizo que el ojo de buey cayera al suelo y rodara hasta los pies del posadero, cuando cuatro ratones seguidos de cuatro comadrejas irrumpieron en el lugar haciéndose con la curiosa atención de todos los presentes.

“¡Los ratones del conde!” se dijo Tebo entonces. —¡Mierda! —clamó después sin acordarse de que estaba escuchando a escondidas.

Primero el sapo y las tres comadrejas después, levantaron entonces la mirada y clavaron sus ojos en el ratón, quien volvió a clamar “mierda” y desligó enseguida la cola del tablón al que se sujetaba, yendo a caer encima y en el centro de la mesa de los cuatro conspiradores.

—Mierda… —profirió una vez más.

Sólo uno de ellos habló, la comadreja del jubón de la Sin de las Comadrejas Monje de los Picos Rojos:

—¡Matadlo!

Antes de que terminase de pronunciar esta palabra, Tebo corría ya hacia Lachdanan.

—¡Lach! —lo llamó— ¡Lach! ¡Nos vamos!

Pero Lachdanan ya se encontraba en pie con Perdición en una mano y el cuchillo en la otra.

—Puede que no le hayamos quitado todo su dinero al conde —bromeó el hurón cuando su amigo llegó hasta él. Para entonces los cuatro ratones y las cuatro comadrejas del conde se dirigían hacia ellos con sus armas en ristre, mientras que del otro lado se acercaban las tres instigadoras y el sapo también con sus armas en las manos— ¡¿Qué les has hecho a esas comadrejas?! —reclamó Lachdanan en cuanto se dio cuenta de la doble amenaza.

—Sí. Al parecer no le hemos robado todo el oro al señor conde —apuntó el ratón haciendo honor a la broma de su amigo, señalando con un movimiento de su hocico hacia los roedores recién llegados— Parece que le hemos dejado el suficiente como para seguir llenando el gorjal de esos cuatro.

—¡Me refiero a las otras comadrejas!

—¿Qué otras?... —eludió el ratón como si no entendiera. Las tenían casi encima— Ah… ¿Esas?... Más tarde te lo cuento —prometió— Si es que antes no nos ensartan.

Y de repente Lachdanan tomó una rápida, improvisada y descabellada decisión y se dirigió directo a las comadrejas (las “otras” se decía en su cabeza) que no sabía que también eran sus enemigas hasta aquel instante. Tebo le lanzó una mirada de desaprobación que el hurón nunca atisbó y entonces éste, teniendo a los ratones y comadrejas del conde a un metro escaso, se plantó a dos pasos de los otros cuatro y les ordenó, señalándolas con el dedo primero a ellas, después al sapo y por último a los esbirros del conde:

—¡Matadlos!

A continuación se produjo una extraña situación.

Las tres comadrejas y el sapo se detuvieron y se quedaron ahí donde estaban, mirándose entre ellos y preguntándose quién narices era aquel hurón que de repente les daba órdenes.

Por otro lado, los ratones y las comadrejas del conde entendieron que aquellas otras tres que iban acompañadas de un sapo estaban con los dos ladrones que se habían llevado el oro de su señor, y que, por lo tanto, al igual que aquel ratón y aquel hurón que pedía a voz en grito que acabaran con ellos, eran también sus enemigos.

Y, en tercer lugar, Tebo comprendió perfectamente la estrategia de su amigo y, alzándose sobre una mesa, señaló también a las tres comadrejas y al sapo con su espada, dibujando con ella media luna hacia los esbirros del conde a voz de “¡A por ellos!”.

Y sin más dilación… ¡Los mercenarios del conde se lanzaron sobre todos los demás!

Lachdanan recibió la primera estocada por parte de una de las comadrejas que acompañaban a los ratones del conde, ataque que rehusó fácilmente con su espada mientras que con su otra mano alzaba el cuchillo y lo introducía en el gaznate de la alimaña que lo atacó. Casi al mismo tiempo, los ratones del conde cayeron sobre las otras tres comadrejas y el sapo, a quienes consideraban también ahora su enemigo, pero éstas respondieron al embate de los ratones desnudando sus espadas con la celeridad propia de las garras entrenadas. El resultado fueron dos ratones muertos; uno cuya cabeza fue a parar al pie de uno de los cuatro cirios que alumbraban la estancia mientras que el otro cayó de rodillas intentando inútilmente con sus manos ensangrentadas que sus tripas no abandonaran su lugar. Y para cuando los dos ratones restantes y sus comadrejas tomaron el relevo de sus compañeros caídos, la cabeza de aquel que acababa de perderla hizo mella en la base de la enorme vela, derrumbándola cuan larga era en el centro mismo del salón como si de un árbol recién talado se tratara, arrollando con su caída mesas y sillas y provocando la huida de todos los clientes de la posada que se dirigieron en estampida hacía la puerta de salida.

Enseguida las llamas lamieron el suelo que no tardó en prender, y las paredes interiores del almendro reclamaron también su calor; en cuestión de segundos la posada entera ardía y el posadero maldecía a aquel ratón y a aquel hurón que tan mala espina le habían dado desde el momento mismo en que entraron por la puerta.

Tebo y Lachdanan se encontraron a medio camino en su huida entre un maremágnum de borrachos pordioseros, rameras y ladrones que corrían descontrolados hacia la salida.

—¡La has liado bien! —le hizo ver Tebo a Lachdanan enseguida su parecer sobre su descabellada estrategia.

—¡Acabo de salvarte ese pescuezo escuálido y peludo que aún sujeta tu cabeza! —le reprochó el hurón— ¡No te quejes!

A aquellas alturas tanto el uno como el otro habían perdido de vista a sus agresores e ignoraban cuáles y cuántos de ellos seguirían en pie, pero entonces una daga voló por encima de la asustada clientela y del puercoespín con delantal que no dejaba de maldecir, a dos centímetros de las tripas de Lachdanan cuyo filo notó llevarse la punta de los pelos de su barriga, hasta clavarse en la pared a su derecha no sin antes cercenar de cuajo media oreja de Tebo.

¡El ratón se dejó caer al suelo gritando como un poseso!

—¡Ahora no hay tiempo, Tebo! —lo recogió Lachdanan del suelo y lo empujó hacia la salida, mientras las venitas de su enorme oreja escupían sangre a borbotones y el fuego vestía el techo con tapices de llamas.

Para cuando al fin alcanzaron la salida mientras Lachdanan se aseguraba a la espalda el cinturón que le sujetaba la silla y obligaba a subirse a Tebo, éste no dejaba de gritar del dolor que le producía el corte. Para entonces llovía como si los relámpagos que caían le hubiesen abierto el vientre a las nubes; pero tantísima agua no fue suficiente para apaciguar las llamas nacidas en el interior de un árbol que, como una inmensa tea, desafiaba a la oscuridad de una noche en que la luna era presa de los nubarrones de tormenta. Y de repente el hurón distinguió entre tanta algarabía a una de las tres comadrejas a las que le había gritado órdenes. Aquella lo miraba desde una distancia de cincuenta pasos, y con la mirada le prometía que algún día no muy lejano volverían a encontrarse.

—¡Diantres! —murmuró el hurón.

Pero prefirió ignorarla, ya que no había tiempo para quedarse mirando fijamente a nadie. Terminando de asir la silla a su espalda, aseguró a su amigo sobre ella y salió al galope, preguntándose con qué clase de animales acaban de enemistarse.


2

Ars amaba aquel lugar, aquel patio desvencijado difícilmente defendible entre las torres de madera que formaban cuatro viejos e imponentes robles. Las pasarelas hechas de piedra y argamasa donde se apostaban los guardias y que antaño levantaron para unir entre sí aquellos altísimos árboles, dando al lugar el aspecto de un cuartel amurallado, habían visto ya demasiadas cosas: guerras, traiciones, ¡deserciones incluso!... pero también habían sido testigos del amor cuando el Rey Ciego se desposó con la Reina Regenta, del orgullo, del apremio y del valor de los soldados de La Unión.

En una de sus cuatro esquinas se encontraban las dependencias de los soldados y en la contraria a ésta las de los oficiales. Ars disfrutaba recordando cuánto había vivido en el lapso de tiempo que había transcurrido desde que ocupara las primeras a las segundas; desde el día en que entró por vez primera en el Patio de La Unión para trabajar como ratón de cuadras, y cómo después ascendió rápidamente a escudero, hasta aquel en el que por fin se licenció y cuando, finalmente, hacía tan sólo un par de años, lo nombraron senescal de la Facción de los Mamíferos.

Pero se sentía viejo, y sentía que habían pasado demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Su pelo, antaño castaño, empezaba a adoptar un ceniciento tono grisáceo; tenía arrugas en la piel y sentía que su armadura era cada día más pesada, a pesar de lo cual se la ponía todos, todos los días, al igual que la capa que lo diferenciaba como senescal de su facción con el escudo de La Unión (dos ratones a lomos de dos hurones) bordado a la espalda. “Pero no soy tan viejo” se decía a menudo, y entonces sacaba pecho y se erguía cuan largo era demostrando una altura inusual para los ratones de su clase.

Se encontraba en aquel momento en lo alto de una de las almenas observando con sumo interés a los nuevos reclutas en su primer día de instrucción. El viejo Reginald sin Northerngem, ¡el mismo que en su día enseñó a Ars a manejar la espada!, les daba a los recién llegados sus primeros consejos. Reginald era el mejor instructor que Ars había conocido jamás, un ratón valiente como pocos y también un buen amigo. Amaba su trabajo y a La Unión por encima de todas las cosas, lo que hacía que siempre se emplease a fondo en todas sus tareas; como en aquel preciso instante en que había pedido un voluntario de entre los nuevos reclutas y a cuya petición enseguida recibió respuesta por parte de un enorme ratón de campo que, ignorante de que ante aquel viejo curtido en mil batallas no tendría ninguna oportunidad, dio un paso al frente,… pues aunque Reginald doblaba en edad a Ars, parecía como si los años no pasasen para él, ya que seguía siendo aquel instructor grandullón de anchos hombros y brazos fuertes como las ramas de un árbol, de piernas poderosas y mirada penetrante, todo ello embutido siempre en una vieja coraza de cuero que había dado lugar entre los reclutas del Patio de La Unión (desde antes incluso de que Ars llegase a ésta) al rumor de si el viejo instructor dormía con ella puesta o no.

—¡Una espada no es sólo un filo! —les decía Reginald mientras Ars rememoraba aquellas mismas palabras oídas por primera vez tanto tiempo atrás.

“Igual que un roedor de La Unión no es sólo su espada y su escudo” evocaba para sí el senescal.

—…¡Igual que un roedor de La Unión no es sólo su espada y su escudo!

Ars conocía de sobras la retahíla de instrucciones, advertencias, consejos e incluso amenazas que seguían a aquellas palabras, pues las había oído cientos de veces.

Y a continuación el instructor y el novato, en cuyo abollado yelmo sólo cabían sueños de aventura y grandeza, se colocaron frente a frente y se enfrentaron con espadas de madera.

El recluta fue el primero en atacar con una demostración de movimientos básicos con la espada, haciéndola girar ante sí, seguidos de una finta directa al vientre de su instructor que delataba haber recibido apresuradas lecciones de esgrima por parte de un padre orgulloso probablemente un día antes de partir hacia el Patio de La Unión. Reginald esquivó el embate sin ningún esfuerzo, dando un paso a su derecha, apartándose unos centímetros de su oponente y aprovechando su misma velocidad y fuerza para colocarlo detrás de él, de manera que cuando el ratón novato se dio la vuelta lo primero con lo que se encontró fue con el pomo de madera de la espada de su instructor en las narices.

El enorme ratón de campo cayó de espaldas al suelo soltando la espada y llevándose ambas manos al hocico. El resto de reclutas estalló en ruidosas carcajadas.

—¡Estoy sangrando! —se quejó el vencido.

—Ahora eres un ratón de La Unión —lo arengó Reginald— Sangrarás mucho más que eso. Como os decía… —y le dio la espalda y levantó la espada de madera, mostrándoles a todos los presentes el punto de la empuñadura con la que había derribado a su voluntario— Una espada no es sólo un filo.

Media hora más tarde, Reginald dejaba a sus nuevos reclutas quejándose de sus primeras magulladuras camino de los barracones. Hacía rato que había visto a Ars encaramado a la almena norte y fue a su encuentro mientras se quitaba los guantes y todos los pertrechos que llevaba encima y que utilizaba siempre en sus clases, abandonándolos en una esquina al pie de las escaleras por las que subió hasta la muralla donde se encontraba su amigo.

—Son muy jóvenes… —pronunció a modo de saludo.

Ars, quien aún los contemplaba retirándose a los barracones, miró un instante a su amigo; efectivamente su altura, su fuerte complexión, ¡sus larguísimos bigotes! e incluso aquel tono cobrizo que todavía le cubría el pelaje, hacía que aun doblándole la edad pareciese mucho más joven que él.

Entonces devolvió la vista al patio…

—También lo era yo —le dijo— Y tú, Reg. Si tengo que creerme todo lo que me cuentas.

Este comentario, como tantos otros durante tantos años, hizo que los dos amigos rieran de buen grado.

—Ha llegado un explorador —anunció Reginald sin Northerngem entonces a su senescal y amigo, informándole a continuación—… La Facción de los Anfibios y la de los Reptiles ya se han puesto en marcha.

—Si vienen desde la Charca del Claro, seguramente habrán salido hace un par de días —opinó Ars.

—Es muy probable —le dio la razón el viejo instructor— Y en dos días más habrán alcanzado ya la Hondonada.

—Nosotros saldremos mañana —anunció el senescal— Llegaremos a la vez que ellos.

—Ars… —lo llamó por su nombre entonces, un privilegio que muy pocos podían tomarse con el senescal de cualquiera de las facciones— ¿De verdad son necesarias estas… reuniones? —le preguntó, y antes de que su amigo respondiera se le adelantó con tres palabras más— Son puro formalismo.

—Tú lo has dicho, Reg. Son puro formalismo —se apartó de la baranda de piedra de la pasarela cuando al fin el último de los nuevos reclutas se metió en los barracones, se dio la vuelta y se apoyó en ésta, cruzando los brazos sobre el pecho— Pero sí, son necesarias. Se trata de la única reunión que celebra el Consejo al año. Nos sirve para solucionar las pequeñas rencillas que hayan tenido lugar a lo largo de este año y, sobre todo… —tildó— para asegurarnos de que seguiremos igual hasta el siguiente. Llevamos ocho años sin guerras, viejo amigo —le recordó a su antiguo mentor— Estas reuniones son necesarias.

—Claro… —fue todo cuanto alegó el viejo ratón, quien repentinamente parecía haber caído en un estado de sopor y mantenía la vista clavada en ningún punto concreto a espaldas del senescal.

—Qué es lo que tanto te preocupa —inquirió más que preguntó Ars sin Stack.

—Nada importante —salió Reginald por fin de su estupor— Es Duncan… —le confesó entonces— Quiere entrar a formar parte de nuestras filas —si bien lo que le había dicho era cierto, el motivo de la aparente preocupación del instructor de La Unión era otro muy distinto, y creyó poder persuadir a su amigo de asistir a la reunión del Consejo en la Hondonada preguntándole si de verdad creía que tales reuniones servían para algo, pero no lo consiguió.

Entonces el senescal rompió a reír.

—¡Vamos, Reg! ¿De verdad te preocupa eso?... Dime… ¿Cuánto hace que no entramos en combate? ¡Ocho años, Reg! ¡Ocho! —respondió a su propia pregunta— Ser soldado de La Unión, hoy —puntualizó— no es peligroso.

—Tienes razón —trató de quitarle importancia entonces el viejo ratón, aunque, se dijo a continuación, podía volverse muy peligroso en los próximos días.

—Tengo que irme —anunció Ars de repente— He quedado con el viejo Roland en que le echaríamos una ojeada a esos manuscritos de antes de La Guerra de los Reyes que encontró en la biblioteca —y se incorporó… ¡Y al instante de hacerlo la piedra sobre la que se apoyaba cedió y se vino abajo!

Cuando Reginald asió el brazo de su camarada, éste ya había logrado encontrar de nuevo el equilibrio. La enorme piedra cayó en el centro del patio causando un gran estruendo y levantando una enorme nube de polvo. Algunos de los ratones que patrullaban abajo alzaron la mirada con consternación.

—Ten cuidado, Ars… —le pidió Reginald.

—Mandaré a alguien para que lo reparen —le respondió el senescal palmeándole amistosamente el hombro.

Pero el viejo Reginald hubiera querido decirle que lo advertía de un peligro muy distinto; si tan sólo pudiera, se dijo entonces, ser totalmente franco con él.

Las estrellas ya agujereaban el cielo cuando Reginald llegaba a sus aposentos preguntándose, aún sin éxito, por la forma de alertar a su amigo del peligro que corría sin poner en compromiso su delicada situación. Entonces abrió la puerta, entró y la cerró… ¡E inmediatamente desenvainó su espada y la llevó al gaznate de la sombra que aguardaba tras la entrada!

—¡Corv! ¡Pájaro de mal agüero! —pronunció con el filo firme frente a sí— Dile a tu amo que si envía espías a mis habitaciones le devolveré sus cabezas.

La extraña figura apartó suavemente con sus raquíticos dedos el arma de su garganta y salió a la tenue luz de las velas de la habitación del viejo instructor, una fría estancia que quedaba dentro del tronco de uno de los cuatro robles que formaban los vértices del fortín, sin más ornamento que una mesa, una silla, dos enormes velones y multitud de mapas desperdigados por todas partes.

—Se lo haré saber —anunció Corv, dejando caer su manto de plumas negras por encima de sus hombros como si de una capa se tratase; sus delgados brazos unidos por carne, hueso y venas a sus alas se escondieron a su espalda.

Reginald envainó su espada.

—¿Qué quiere?...

—Tan sólo saber si todo va según lo previsto.

—Todo va según lo previsto —repitió Reginald con desazón— Ahora, vete.

El ave de negras plumas se dirigió a la ventana de la habitación del instructor de La Unión y se encaramó a la cornisa.

—Se lo haré saber —anunció Corv de nuevo, antes de irse.

—…Y procura que no te vean salir por esa ventana —lo advirtió Reginald antes de que saltase.

Y entonces el ave le dio la espalda, se dejó caer y alzó el vuelo sólo cuando se hubo alejado lo suficiente del Patio de La Unión como para que nadie advirtiera su presencia en sus inmediaciones.


3

El sol llegaba a tierra en forma de largas lanzas luminosas que atravesaban las nubes e iban a clavarse en los rincones más recónditos y oscuros del Bosque, llenándolos de luz. Cuando de repente Lachdanan fue consciente de ello, convino que más les valdría parar a la orilla de la charca que ante ellos se extendía, pues si bien no se habían detenido durante toda la noche, tendrían que descansar y abrevar antes de continuar ahora que el sol se alzaba sobre sus cabezas.

Tebo se bajó de la silla de montar de su amigo de un salto un segundo antes de que éste se hubiese detenido por completo, corrió tanto como sus diminutas patas se lo permitieron y se zambulló en el agua; hacía un rato que había dejado de lamentarse por la pérdida de su media oreja izquierda y Lachdanan agradecía no tener que seguir aguantando sus quejas. Mientras, el hurón se desabrochó el cinturón dejando que la silla de montar cayera pesadamente a su espalda y caminó después con parsimonia hasta la orilla de aquella charca, donde se sentó y se sacó las botas para sumergir a continuación las patas en sus frías aguas. Entonces cerró un instante los ojos mientras el ratón chapoteaba en el agua helada y vio de nuevo el enorme almendro en llamas. Antes de perderlo definitivamente de vista, el fuego ya había alcanzado sus ramas más altas por las que seguiría trepando, se imaginó Lachdanan, con voraz apetito hasta su copa; y a continuación recordó los fríos ojos de aquella comadreja cruzándose con los suyos en su huida…

—¡Lach!... —lo sacó el ratón de golpe de su ensimismamiento.

¡Instintivamente el hurón se puso en pie y echó mano de una de sus espadas con la diestra y de su cuchillo con la siniestra mientras escrutaba el bosque con ojos avizores a su alrededor!

Pero estaban solos.

—¿Qué te ocurre?... —volvió a hablar Tebo enfrente suyo, todavía dentro del agua.

—Nada —le restó importancia Lachdanan— Qué me va a ocurrir…

—Te llamo y no me oyes.

—No me ocurre nada —insistió el hurón— Nada.

—Lach —volvió a la carga el pequeño roedor— Llevamos corriendo toda la maldita noche. ¿Me puedes explicar a dónde nos dirigimos con tanta prisa?...

Lachdanan se había vuelto a sentar en el suelo y metió de nuevo las patas en el agua, suspirando con desazón.

—A la Hondonada —le confesó entonces.

—¡Ajá! —Tebo dejó de chapotear de repente, irguiéndose dentro del agua y dirigiéndose hacia su amigo con pequeñas grandes zancadas de sus diminutas patitas, sin dejar de señalarlo con el dedo— ¡Por el Rey Ciego que me lo imaginaba! ¡No es asunto nuestro Lach! ¡¿O acaso crees que el senescal movería un dedo para salvar tu larguirucho pescuezo si se enterase de que éste corre el riesgo de separarse de tu ilustre cabeza?!

—No digas tonterías —lo amonestó el hurón sin atisbo de perder la calma en su tono de voz— Claro que es asunto nuestro.

—…¿O es que… acaso nos darán alguna recompensa por evitar que ruede la cabeza de un noble? —se interesó de repente el pequeño roedor cuando salió por fin del agua y se plantó frente a su amigo— La verdad… es que no había pensado en eso.

—No nos darán nada —interrumpió de golpe Lachdanan las fantasías que empezaban a tomar forma en la pequeña cabeza de su pequeño amigo.

—¿Entonces?...

—Si evitamos que maten al senescal Ars será por nuestra propia conveniencia.

Tebo se sentó al lado de Lachdanan y trató de meter también las patas en el agua, pero estando sentado a la altura de su larguirucho socio… éstas a duras penas alcanzaban la orilla.

—Pues no veo en qué puede beneficiarnos algo así —le dijo, dejando ya de estirar las patas y recostándose en el suelo.

—Salvarle el cuello al senescal no nos beneficia en nada —le explicó el hurón entonces— Es más, podrían incluso matarnos. Pero…

—¿Pero?...

—Pero si esas comadrejas se salen con la suya, según me has contado, en lo venidero podemos pasarlo mal. Piénsalo… —lo invitó a utilizar la cabeza, actividad a la que estaba mucho más acostumbrado el hurón que el pequeño ratón— Las comadrejas pasarían a controlar la Facción de los Mamíferos, y si ese sapo está con ellas es porque ya se han metido en el bolsillo a la Facción de los Anfibios. Yyy… —no dejó que lo interrumpiera— si los anfibios están con las comadrejas, casi seguro que los reptiles también; ya sabes que esos siempre beben de la misma charca. Lo que deja únicamente la Facción de los Insectos y la de las Aves del lado del senescal Ars. Pero todo el mundo sabe que las aves rara vez se alían con animales de otras facciones, lo que sólo deja como aliados de Ars sin Stack a los insectos que no son, precisamente, la mejor de las Facciones. Tebo, amigo, se avecina una guerra —y entonces se puso en pie y volvió a calzarse, buscó después con la mirada su cinturón asido a la silla de montar, y siguió hablando— Y si eliminan al senescal Ars, las comadrejas se alzaran con el control de la Facción de los Mamíferos y no hallaran apenas resistencia. ¿Te acuerdas de cuando la Sin de las Comadrejas Moteadas de Los Montes Helados dirigía la Facción de los Mamíferos? ¿Te dice algo el nombre de Sin Wintercapes?... —aquellas eran preguntas para las que el hurón no esperaba una respuesta, sobre todo para la segunda, ya que estaba seguro de que su pequeño amigo (al igual que él) no había olvidado ni olvidaría jamás a aquel general de Los Montes Helados; mas Tebo le respondió con la mirada, con una mirada vidriosa que no tardó en ocultar enseguida bajo los párpados por un par de segundos— Pues yo no quiero volver a vivir tiempos así, Tebo… —concluyó el hurón— Ya no.

—Y… ¿Qué es lo que sugieres?... —le preguntó el pequeño roedor sin altanería ni atisbo alguno de enfado en su tono de voz que liberaba ahora lleno de comprensión y de congoja— ¿Nos presentamos en la Hondonada y… y… y nos liamos a espadazos con todo el mundo?...

—No lo sé —fue la única respuesta que el hurón pudo darle, ya que no tenía otra.

¡Y en ese instante un fuerte zumbido los sobresaltó! Un fragor que de forma apresurada tomaba forma de estruendo ensordecedor, de repente tan fuerte que fue capaz de acallar por completo las últimas palabras que intercambiaron los dos amigos.

Tebo se incorporó al momento y alzó la vista al cielo, alerta, buscando en la dirección desde donde les llegaba el origen de aquel estrépito, pero Lachdanan alzó una mano indicándole que no se alarmara.

Segundos después, cientos, ¡miles! de libélulas invadieron el cielo ensombreciendo la charca en la que el ratón se había bañado con los primeros rayos del sol calentando el agua. El batir de miles de alas agitándose al unísono, con la potestad propia del mejor batallón de un ejército ante todo numeroso, levantó una leve brisa por encima de las cabezas de los dos amigos. A lomos, las libélulas portaban a la flor y nata de la Facción de los Insectos: hormigas aterciopeladas de los árboles, hormigas de fuego y hormigas ladronas, hormigas guerreras y hormigas rojas; ataviadas todas ellas con sus mejores galas. Escarabajos cubiertos de relucientes pertrechos de acero, desde la punta de sus antenas hasta las patas, armados todos ellos con largas picas apuntando al frente, y luciérnagas, todas ellas con sus linternas encendidas por mucho que el sol las retase ya a apagarse; además de cientos de temibles insectos palo con sus lanzas en ristre y el visor de sus yelmos bajo, y grillos y saltamontes con las caras pintarrajeadas, luciendo los colores que fácilmente los diferenciaban del resto como Los Exploradores Pintados de Gallant, adelantándose a las alas de los bichos de monta de sus señores, reconociendo el terreno a ras del suelo con largos saltos de sus poderosas patas. Había tábanos y también mosquitos; los primeros llevaban espadas cortas al cinto y ballestas, los segundos lanzas de dos puntas; y también cigarras que portaban a lomos el cuerpo al completo de los inquebrantables pulgones del Valle de las Adelfas. Moscas escorpión con corazas y faldas rojas, termitas y tijeretas de afiladas hojas, y en la cola, tras las libélulas, cerraba la comitiva todo un destacamento de abejas, avispas y avispones franqueados por zánganos de capas azules.

Pasaron de largo y el murmullo fue acallándose, hasta quedar en nada…

—Puede que no sean la facción más fuerte —opinó el ratón al cabo— Pero su ejército es numeroso.

—Ahí es donde reside su fuerza —le dio la razón su amigo.

—¿Crees que se dirigen… a… —la pregunta de Tebo quedó en el aire para que Lachdanan la respondiese.

—A la Hondonada. Escoltan a su senescal —contestó el hurón a lo que el ratón ya sabía— La reunión del Consejo es mañana. Tendríamos que llegar antes de que se celebre —y entonces se puso de nuevo la silla de montar al lomo, ajustándose de un fuerte tirón el cinturón— ¡Vamos!… —animó a Tebo a ponerse también en pie.